Atrapar la escritura de Eliseo Diego es como ir con finas redes a buscar peces dorados. A veces esquivos e inatrapables. Solo queda el consuelo de haber estado ahí, mirándolos, viéndolos aletear nerviosamente dentro del agua y sentir ese instante una paz con la que podrías llenar una noche de soledad.
Y esos son los caminos de Eliseo. Las columnas de la ciudad, el polvo de las calles que conducen a la casa, las sombras bajo los portales, los nombres de las cosas sencillas, su fuga hacia lugares discretos, los juegos, la mansedumbre con que pueden discurrir los días entre gestos precisos, lo perdurable, lo esencial, el lugar que habitamos entre otras criaturas, lo mismo en el mundo agreste y vasto que en los pasillos donde vamos sin maquillaje y con los ojos pesados de sueño. El amor y todas las formas que asume para ser.
Acá les dejo a Eliseo.
DEL OBJETO CUALQUIERA
Un ciego de nacimiento tropezó, por casualidad, con cierto objeto que llegó a ser su única posesión sobre la tierra. No pudo nunca saber qué cosa fuese, pero le bastaba que sus dedos lo tocasen en un punto y, a partir de este principio, recorriesen el maravilloso nacer las formas unas de otras en sucesivos regalos de increíble gracia. Pero en realidad no le bastaba porque la parte que sabía no era más que la sed de lo perdido, y comprendiendo que jamás llegaría a poseerlo enteramente, lo regaló a un sordo amigo suyo de la infancia, que lo visitó por casualidad una tarde.
«¡Qué hermosas muchachas!» – vociferó el sordo. «¿Qué muchachas?» – gritó el ciego. «¡Ésas!» – aulló el sordo, señalando el objeto. Al fin comprendió que no se entenderían nunca de aquel modo y le puso al ciego el objeto entre las manos. El ciego repasó el peso familiar de las formas. «¡Ah, sí, las muchachas!» – murmuró. Y se las regaló al sordo.
El sordo se las llevó a la casa. Eran tres muchachas, cogidas de las manos. Gráciles e infinitas respondíanse las líneas de los cabellos, los brazos y los mantos. Eran de marfil casi transparente. Vetas de lumbre atravesábanlas por dentro. El sordo, cuyos ojos eran de águila, sorprendió en el pedestal un resorte. Al apretarlo comenzaron a danzar las doncellas. Pero luego el sordo comprendió que jamás llegaría a poseerlas enteramente y regaló las tres danzantes a un amigo que vino a visitarlo.
«¡Qué hermosa música!» – dijo el hombre, señalando a las doncellas. «¿Cómo?» – dijo el sordo. «¡La música de la danza!»- explicó el hombre. «Sí – dijo el sordo -, música entendí, pero no sabía que la hubiese». Y regaló al hombre las tres danzantes.
El hombre se las llevó a la casa. Era la música como el soplar del viento en las cañas: agonizaba y nacía de sí misma, y su figura eran las tres danzantes. Maravillado el hombre contemplaba la perfecta unidad de la figura, la música y la danza. Pero luego comprendió que jamás llegaría a poseerlas enteramente y las regaló a un sabio que vino a visitarlo.
«¡Las Tres Gracias!» – exclamó el sabio. «¿Sabe usted lo que tiene? ¡Son las Tres Gracias que hizo Balduino para la hija del duque de Borgoña!». El hombre comprendió que aquéllos eran los nombres del misterioso apartamiento que había en los rostros de las danzantes. «Usted piensa en ellas» – confirmó, señalándolas. Y el sabio se llevó las Tres Gracias a su casa.
Allí, encerrado en su gabinete, las hacía danzar y pensaba en alta voz los nombres verdaderos, las secretas relaciones de sus cuerpos en la danza y de la danza y los sonidos, el mágico nacimiento de sus cuerpos, hijos de la divinidad y el amor del artesano. Pero a poco murió el sabio, llevándose la angustiosa sensación de que jamás, por mucho que viviese, las poseería enteramente.
Su ignorante familia vendió las Tres Gracias a un anticuario, no menos ignorante, que las abandonó en el escaparate de los juguetes. Allí las vio un niño, cierta noche. Con la nariz pegada al vidrio se estuvo largo tiempo, amargo porque jamás las tendría. Así había de ser, porque, a poco de marcharse el niño a su casa, un incendio devoró la tienda, y, en la tienda, las Gracias.
Esa noche el niño la soñó al dormirse. Y fueron suyas, enteras, eternas.