Mirarse en el espejo puede ser un acto de riesgo, peligroso. Los que buscan la réplica de su figura en la superficie lisa o una confirmación rotunda y oportuna de la posible belleza, no entenderán mucho de lo que hablo. Los que se buscan en el espejo para reconocerse, para saber cuánto de lo importante de sí mismos queda en el mismo lugar después de las batallas, de las entregas, de las usurpaciones sabrán a lo que me refiero.
El peligro siempre late desde la primera ojeada sobre tu humanidad o sobre lo que queda de ella y que descubres o aceptas cuando te miras, cuando te ves de verdad y sin complacencias.
Al espejo debes ir con valor, sabedor de lo que en él encontrarás no siempre podrá reconfortarte, y podrá levantarte en vilo por la noche, instalarse como un dolor agudo en tu cabeza, en tu corazón.
Pero si acaso esto no importara más, si al final Narciso puede ser cada uno de nosotros y solo nos baste acomodar un cabello fuera de lugar, poner un poco de brillo sobre los labios, entonces no hay nada que temer, ni nada que esperar. Mirarse en el espejo no será más que una misma mentira repetida todos los días, en los horarios habituales. Después de un tiempo de exactas visitas el corazón las incorporará a su mecánica y no habrá que temer el sobresalto.
No hay que tener un retrato como Dorian Gray, sólo hay que llevar el cuerpo hasta delante del azogue y someterlo a un descarnado escrutinio y descubrir los monstruos y darles muertes o dejarlos sobrevivir en el entendido de que hay monstruos inevitables y necesarios.
El espejo, más allá de su función como adminiculo de la vanidad, puede ser la herramienta que utilicemos para no perdernos de nosotros mismos, para que nos tiremos la cuerda cuando el otro, el que avistamos detrás del cristal, no se parezca mucho al sueño que de nosotros tuvimos.