Leonardo Padura comparte un adelanto de su nueva novela «Herejes»

El escritor Leonardo Padura en su casa de Mantilla, foto de Abel Carmenate

Leonardo Padura ofreció un regalo excepcional a sus lectores cuando el martes, al finalizar su intervención de apertura de la Semana de Autor que organiza la Casa de las Américas de La Habana, dedicada por primera vez a un escritor cubano,  leyó un fragmento de su novela en preparación Herejes.

Herejes

Se sabía un privilegiado, vislumbraba que asistiría a sucesos maravillosos, y quería tener la alternativa de recordarlos por el resto de los días de su vida y, tal vez, en un futuro imprevisible, trasmitirlos a otros. Por ello, un par de semanas después de que comenzara a frecuentar la casa y el taller del Maestro, Elías Ambrosius decidió llevar una especie de libro de impresiones donde iría escribiendo sus conmociones, descubrimientos, elucubraciones y adquisiciones a la sombra y luz del Maestro. Y también sus temores y dudas.

Mucho debió pensar dónde esconder el cuaderno, pues, de caer en manos de alguien –y pensó ante todo en su hermano Amós, cada día más intransigente en cuestiones religiosas, empeñado incluso en hablar con la escabrosa jerga de los rústicos judíos del este– haría innecesarias todas las precauciones y encubrimientos, imposible el mínimo intento de defensa. Al final se decidió por una trampilla abierta en el suelo de tablas de la buhardilla, resguardada de la vista por un viejo cofre de madera y cuero.

En la primera página del cuaderno, ensamblado y empastado por él mismo en la imprenta, según el modelo de los tafelet en los cuales los pintores solían hacer sus bocetos, escribió en ladino, con letras grandes, poniendo empeño en la belleza de la caligrafía gótica: Nueva Jerusalén, Año 5403 de la Creación del Mundo, 1643 de la Era Común. Y para empezar se dedicó a relatar lo que significaba para él la posibilidad de compartir el mundo del Maestro y luego, en varias entradas, cargadas de adjetivos y admiraciones, trató de expresar la sensación de epifanía que le había provocado convertirse en testigo del acto milagroso a través del cual aquel hombre tocado por el genio sacaba las figuras de la base de color muerto imprimada en el tablero de roble, cómo las vestía, les daba rostros y expresiones con retoques de pincel, cómo las iluminaba con un fabuloso, casi mágico juego de colores ocres, mientras las ubicaba en un semicírculo alrededor de la mujer arrodillada y vestida de blanco, para darle forma definitiva al drama cristiano de Jesús otorgando el perdón a la mujer adúltera, condenada a morir apedreada. El trabajo había resultado un proceso de pura creación ex–nihilo, en el que día a día el joven había podido contemplar una convocatoria de trazos y colores que aparecían y tomaban cuerpo para ser devorados muchas veces por otros trazos, otros colores capaces de perfilar mejor las siluetas, los ornamentos, los decorados, las formas y las luces (¿cómo lograba aquella controversia de oscuridades y luces?) hasta, después de muchas horas de esfuerzo, alcanzar la más retumbante de las perfecciones. Sigue leyendo

Revelaciones de las hijas de Eva

 

Yo pongo mis versos contra los puños, los gritos, las amenazas veladas, las descalificaciones o prohibiciones, las desigualdades, la falta de oportunidades, la discriminación. La violencia contra la mujer tiene disímiles rostros y lo más terrible es que lleguemos a naturalizarla.

Revelaciones de las hijas de Eva

 Las mujeres ya no guardamos

los diarios debajo de la almohada.

No nos preocupa

quién pueda venir a develar nuestros secretos

a conocernos,

a decir ella se parece a mí

o que mujer tan loca e irreverente.

Ya no sentimos vergüenza

por las palabras que utilizamos.

Decir deseo, está bien,

decir masturbación, está bien,

decir no quiero ser madre, está bien.

Ya no le tememos a los castigos

a los insultos,

a que amemos a otra mujer

u otro hombre,

a ser felices,

aunque nos hayan dicho toda la vida

que la felicidad no existe.

*********

Bendice a esta mujer

 Bendice a esta mujer

que no se cortó un pecho

para disparar el arco,

que cabalgó a horcajadas

sobre el centauro

y  clavó las flechas

donde pudo,

a la distancia mínima,

o llevándola en su propia mano

hasta la presa necesaria.

 

Bendice a esta mujer

que no olvidó la lengua

de las madres anteriores

que desandaron  la noche

calladas,

con la piel teñida de colores y signos

con el cuerpo más secreto

cerrado a los intrusos

y los nombres de los hijos

colgados en las bocas como alabanzas;

Y que un día, sorpresivamente,

también en silencio,

clavaron una estaca en medio de la lluvia

y abrieron un camino.

Concierto para trompeta

 

"Mi vida entera, mi alma entera, mi alcohol entero es soplar ese instrumento", Louis Armstrong

«Mi vida entera, mi alma entera, mi alcohol entero es soplar ese instrumento», Louis Armstrong Foto: Sheyla Valladares

La Habana tiene su propia música, sus zonas de silencio y de exceso de ruidos. Pasos, bocinas, trinos, gritos, sirenas de barcos, cañonazo en la noche, golpes sobre la madera, pregones, voces, el mar arremetiendo contra un muro viejo, conversaciones, música estentórea saliendo por cualquier agujero de cualquier casa, automóvil,  teléfono celular, bocas. Portazos, martillos neumáticos agujereando avenidas y calles discretas, sierras mecánicas,  el sonido del aserrín cayendo inevitablemente sobre el suelo, los panes horneándose, la hierba creciendo en un solar yermo, el silbido del tren, su traqueteo indeciso y lento sobre los rieles cuando se aleja o regresa a la ciudad. Una lengua de fuego saliendo de una torre, incendiando el cielo.

Día tras día, minuto tras minuto, esta es la sinfonía urbana.  Unos sonidos superponiéndose a otros, doblegándolos. Y así hasta que termina el día y la rueda del tiempo sigue girando sin detenerse nunca, sin pensar que no puede detenerse nunca.

A ese concierto llegas con tu trompeta. Nadie te ha invitado pero tú asumes que tienes un puesto asignado junto a esa puerta. Te calas bien las gafas. Todo sale mejor si resguardas una parte de ti, un pedazo que no vas a entregar, que no es moneda de cambio. Desenfundas la trompeta, la miras con odio y a la vez con cierta ternura, la acaricias por algunos segundos, los necesarios para que sepa que están allí trabajando, ganándose el pan y no en un acto de mera autocomplacencia. Esos tiempos han pasado. Los recuerdas, tal vez,  con nostalgia. Dejas el estuche abierto sobre la calle como una mano de cuero demandante. Ensayas un sonido. Te detienes, miras sin ver los pistones, recuerdas la melodía. Te vas a meter de lleno en este concierto. Vas a quitarle un pedazo de sonido a la ciudad y vas a imponer el tuyo. La mañana avanza hacia el mediodía, un grupo de extranjeros tiran fotos al convento, te van a sorprender en tu faena, quizás dejen caer algunas monedas. Yo solo estoy detenida tras la cámara esperando que me hagas escuchar tu versión de la historia, de este momento en que la vida nos puso frente a frente.

 

Un mundo para Fernando

Fernando Pérez, cineasta cubano

Fernando Pérez, cineasta cubano

Hace ya varios años un amanecer -que parecía  similar a otros 100 vividos antes- trajo un encuentro placentero y me van a perdonar la exageración cuando lean lo que sigue.  Justo al bajarme del ómnibus que me acerca al trabajo avisté a Fernando Pérez, uno de los mejores directores de cine cubano, esperando cruzar la calle. Yo tenía que atravesar un gran lugar desierto pero casi me detuve solo para verlo pasar. Él iba ensimismado, con su mochila al hombro, sus gafas y su andar pausado. Podía ser confundido con cualquier otro ser humano, nada en su figura anunciaba su sensibilidad, la humildad con que ha contando historias necesarias, sobre todo, para la gente de este país. Pero era Fernando y con él toda su lucidez, sus defensas, sus batallas, su vida lejos de las cámaras y las luces, la casa donde viven sus hijas.
Tuve unas ganas inmensas de detenerlo y de darle las gracias por las imágenes y sensaciones que ha creado para los cinéfilos cubanos; pero me detuvo el pudor de interrumpir sus cavilaciones. Tal vez en ese momento estaba ideando un nuevo proyecto o persiguiendo algún sueño escurridizo o tratando de no darle demasiado espacio a los dolores cotidianos. Lo seguí con la mirada mientras cruzaba la plaza casi desierta a esa hora y se perdía, ya lejos entre los árboles.

Por aquellos días Fernando acababa de filmar una película sobre la infancia y la primera adolescencia de José Martí, el Héroe Nacional de Cuba -no los asuste el epíteto y quizá la solemnidad que entraña. En manos de Fernando este trozo de la vida de Martí vino con nuevas significaciones y latidos, con una visión menos mármol y pudorosa de lo que fue el vivir del cubano más universal, como es llamado. Al igual que en sus anteriores obras -Clandestinos, Madagascar, Hello Hemingway, La vida es silbar, Suite Habana y Madrigal- Fernando nos regaló a ese primer Martí, germinando, abriéndose al mundo, conviviendo en familia, etapas vitales que se nos pierden muchas veces entre la potencia de su obra posterior.

Hace apenas algunas tardes  volví a encontrar a Fernando. Yo iba para la casa y él iba en la misma dirección que la primera vez que sorprendí su anatomía en las calles de esta Habana. Otra vez lo capturaron mis ojos reconcentrado, caminando sin prisas, con su mochila al hombro, su camisa sencilla.  Coincidentemente por esos días supe que andaba enfrascado en la filmación de su nuevo proyecto, la película La pared de las palabras, en la que reunió a los actores Isabel Santos, Jorge Perugorría y Verónica Lynn y donde habla de la capacidad -o su reverso- que tenemos los seres humanos para entender palabras, señales, ondas, miradas que se pierden en la oscuridad de lo cotidiano.

Viéndolo tan lejos y tan cerca, volví a desearle mucha fuerza y muchas ganas para lanzarse al vacío, buscar el riesgo y las iluminaciones,  como el define el complejo oficio de hacer cine, de contar historias.  Y también volví a quedarme con las gracias atascadas en  la boca.

El escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, según cuenta, le dedicó todo un libro -Un mundo para Julius- a Julio Cortázar después de encontrarlo paseando su recia anatomía por las calles de París. Mi tributo a Fernando Pérez es más modesto, yo sólo he podido escribir estas palabras.

Es raro ser niña o yo quiero ser boxeadora

 

– … Quiero ser boxeadora, como mi mamá.

– A ver, mírame… Querrás decir como tu papá.

– No, maestra, como mi mamá. Campeona Nacional, en dos ocasiones. Medalla de plata en los Panamericanos Congo Belga, 2005, cuatro de bronce en el Mundial de Islas Granadinas, 2007 y Oro en el Regional por equipos, Burundi, 2008.

– Mi niña… ¿Crees que puedas traer a tu mamá a la escuela…? !O no! !Mejor no! Mejor trae a tu papá.

– No tengo papá.

-No entiendo.

-Nací sin papá. Mi mamá se fajó con él cuando yo estaba dentro de su barriga.

– ¿En la barriga de tu papá?

– No maestra, los papás no paren. Dentro de mi mamá.

-!Claro que sí! Disculpa… Estoy algo aturdida ¿Entonces, tu mamá lo golpeó?

-Y él murió.

-Lo mató.

-No, maestra, murió para ella.

-!Ah, ya entiendo! !Es una metáfora!

-No, maestra, es un símil.

-Bueno, un símil… Ven acá, mi niña, ¿por qué tu mamá decidió ser boxeadora?

-Para defenderse.

-¿Para defenderse de quién, niña?

– De la vida, porque la  vida le ha dado muchos golpes.

Así comienza el libro Es raro ser niña de la escritora cubana Mildre Hernández. Un libro que nos deja adentrarnos en la vida de Cuasi, que quiere ser boxeadora para defenderse de los golpes de la vida, tal como lo hace su madre.

Este cuaderno me lo leí de un tirón en una guagua, después de comprarlo en una librería improvisada bajo una carpa en el Parque del Quijote en la Habana. Demasiadas coincidencias felices no podían sino llevar a una lectura maravillada. Y así terminé yo. Riéndome sola en medio de extraños y maravillada por la historia que cuenta Cuasi, a saltos entre la risa y el dolor, porque esta niña, para nada rara, nos habla de la soledad, la incomprensión, la incomunicación, la traición, a partir de valerse de una imaginación utilísima, que le permite sobrevivir a tantos estragos. Lo demás no se los adelanto.  Déjense pillar por la curiosidad y salgan a buscar ese libro, si antes no los encuentra él primero. ( Les doy un dato: está en la librería Fayad Jamís de la calle Obispo, una de las más bellas que hay hoy en la Habana. Así que ya pueden ir a sorprenderlo)

Por toda la alegría disfrutada en sus páginas le pasé la magia a mi amiga Leydi, para que ella también sintiera los efectos sanadores de la historia de Cuasi.

Y para quién le parezca raro el deseo de Cuasi de ser boxeadora le recomiendo tener en cuenta la Contraofensiva que nos dejara el inolvidable Mario Benedetti:

Si a uno
le dan
palos de ciego
la única
respuesta eficaz
es dar
palos
de vidente.

¿Cuántos de nosotros no hemos ansiado manejar el arte pugilístico cuando la hemos emprendido a palos de ciego contra la vida? Creo que de saber «boxear» habríamos sido vencedores en unas cuantas peleas. ¿No creen?

 

 

 

El tac-tac de la chancleta izquierda

 

Al poeta Israel Domínguez lo encuentro y lo pierdo en el tiempo. Nunca he tenido un libro suyo, completo, en las manos. Sus poemas me asaltan  en el camino de los días, se me ponen delante de los ojos y reconozco sus palabras y las hago mías. Siempre que lo hallo me sirve, me clava agujetas en la piel, no tengo que hallar otro modo de decir lo que siento. Por eso cuando me encontré este poema suyo no quise otra cosa que traerlo a mi rincón, para mi madre, una vez más.

El tac-tac de la chancleta izquierda

A Rolando Estévez

quien conversa en la cocina de mi casa

mientras Mireya hace café.

 

ponerlo a la mesa, mostrarlo a los amigos.

Alberto Rodríguez Tosca

 

Cuando mi madre arrastra su pierna

yo no me compadezco como el vecino

que cumple con su deber de buen ciudadano:

el dolor se encharca

y el alma se cubre de limo.

 

Cuando en la oscuridad del corredor imaginario

mi madre camina, y mientras avanza

retumba el tac-tac…de su chancleta izquierda

yo no me compadezco como el buen samaritano:

por mis conductos fluye un río de fuego

y las paredes se estremecen revolviendo el ácido

que se concentra en las articulaciones

 

Mi madre arrastra junto a su pierna

el alzhéimer de mi abuela

y yo no me compadezco como el espectador

que se reconforta

ante el show de la podredumbre ajena:

mi dolor es el dolor de César Vallejo:

hoy no sufro solamente.

 

Mi madre arrastra junto a su pierna

la tragedia de mi padre, la alegría estúpida

de los enemigos, la indolencia, el marabú…

y yo no me compadezco como un simple compañero:

rabia la sangre y de un manotazo

tiro las miserias.

 

Sin embargo, no siempre fue mi madre

la angustia que hoy se me atraganta.

Hubo un tiempo de epifanía inmarcesible:

un aire fresco y saludable que inundaba la casa,

un instante en que se creía en el amor

como en casi todo,

y era mi madre la línea parpadeante,

la dulce ingenua idea de que nada se iba a acabar

 

Trato de conformarme

pero la conformidad es un cuchillo de doble filo.

Trato de aceptar, y aunque sé que la vida

siempre abre una puerta

poner la cabeza donde va el corazón

es el hermoso traje de la sabiduría

que ahora no me sirve.

Si mi madre es el dolor permanente

también pudiera ser el único alivio a ese dolor.

Veo a  mi madre infatigable, dura

como el quiebra hacha,

acomodando al Abadón de su cervical

con la misma humildad con que un varentierra

resiste un ciclón.

Cuando está a punto de decir basta hasta aquí

ya me cansé

el gesto se suaviza, cobra su rostro

la dulzura habitual

Y convierte al alzhéimer en un niño pulcro y oloroso.

Veo a mi madre arrancando los coágulos

que se pegan a las hojas del marpacífico.

La veo con los zapatos gastados, las manos limpias

mientras camina por el sendero de la Gran Marcha

y sostiene el peso de un ideal

como quien soporta en sus brazos

una pila de caña quemada.

La veo sacrificarse (si es preciso, dejaría de existir)

para que su hijo vanidoso escriba versos

que probablemente no cambien nada

ni a nadie.

 

Cuando mi madre arrastra su pierna

yo me pregunto:

De qué material están hechos los seres

que arrastran el dolor

con la misma paciencia

con que ofrecen la vida.

Israel Domínguez (Placetas, Villa Clara, 1973). Miembro de la AHS y la Uneac. Ha recibido, entre otros, los siguientes premios: Calendario, José Jacinto Milanés y Dador. Algunas de sus obras publicadas son: Hojas de cal, Collage mientras avanza mi carro de equipaje y Después de acompañar a William Jones. El poema de hoy pertenece a su cuaderno Viaje de regreso(Ediciones Matanzas), Premio de Poesía de los VIII Juegos Florales de Matanzas.

Felicidades Habana en tu día

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Hoy La´bana cumple 493 añitos. Desde el fondo de mi corazón y bajito para que ella sola escuche, le he cantado ♫ felicidades Habana en tu día, ♪ que lo pases con sana alegría, ♫ muchos años de paz y armonía, felicidad, felicidad, felicidad ♪ De pronto se me quedan rondando en la cabeza cuatro palabras:  muchos años de paz. Ciertamente ese es el deseo más recurrente, el más ardoroso.

Posiblemente todos los días levantamos los ojos al cielo en busca de calma, de fe, de respuestas, en un gesto venido desde lejos y arraigado bien adentro de cada uno de nosotros, aunque sabemos que allí no están las respuestas o al menos las más perentorias, miramos al cielo y su limpidez, su frecuente azul, nos devuelve al suelo con un agregado de tranquilidad. No sería lo mismo, si el cielo estuviera surcado de aviones, de drones, de bombas, todas esas criaturas sombrías que dejan sobre el suelo su fruto de horror y muerte.

Es noviembre y celebramos con La´bana. Hoy tenemos oportunidad de pedir bajo la ceiba y desde cualquier rincón del mundopor su salud, por la necesaria persistencia con que tenemos que sembrarnos en esta isla -de todas la maneras buenas y posibles- y hacerla florecer.

De olvidos y otras enfermedades

es tan largo el olvido...

es tan largo el olvido…

Este es un post resucitado de otro lugar donde habité con palabras. Se lo debo a Leydi Torres Arias que hoy vino a salvar mi día y me habló de abrazos, de palabras queridas y de rescates. Aunque pueda ser un contrasentido de toda la maravilla que disfrutamos conversando largo sin atender a las leoninas tarifas de Etecsa, este escrito habla del olvido, del voluntario, del protector y del descorazonado que un día nos borra sin previo aviso de la vida de las personas para quienes creíamos que éramos importantes.

Después de una hecatombe, un diluvio, la muerte o la alegría, sobreviene inevitablemente el olvido. Es lo primero en asentarse sobre las cosas y las almas. Somos frágiles ante sus embates, no hemos aprendido fórmulas certeras para enfrentarlo. Y muchas veces sosegadamente nos entregamos a él, lo dejamos hacer. Con suerte un día le damos batalla, lo despedazamos, instauramos la terquedad y seguimos caminando con el fardo pesado de los recuerdos y las experiencias. No queremos olvidar o lo que es lo mismo ir dejando tirados pedazos de nosotros mismos, de las materias y sueños-no me olvides que fueron edificándonos.

Por eso traigo este olvido de la mano de Pablo Neruda -y perdónenme por andar siempre enredada entre poesías y palabras- a la luz mortecina de esta tarde de noviembre que se acaba. Para alertar pequeñamente sobre sus estragos.

Quiero que sepas

una cosa.

Tú sabes cómo es esto:

si miro

la luna de cristal, la rama roja

del lento otoño en mi ventana,

si toco

junto al fuego

la impalpable ceniza

o el arrugado cuerpo de la leña,

todo me lleva a ti,

como si todo lo que existe,

aromas, luz, metales,

fueran pequeños barcos que navegan

hacia las islas tuyas que me aguardan.

Ahora bien,

si poco a poco dejas de quererme

dejaré de quererte poco a poco.

Si de pronto

me olvidas

no me busques

que ya te habré olvidado.

 Pablo Neruda

Navegar por las ventanas

Hoy regreso con las presentaciones de cuentos y sus autores después de tantos días sin encontrar nada atrayente. Esta vez la invitada es la escritora chilena Andrea Jeftanovic, y un texto suyo  Medio cuerpo afuera navegando por las ventanas que pertenece al libro No aceptes caramelos de extraños.  Al decir de Edgardo Scott este «es un libro de un lenguaje exuberante, barroco. Un barroco no tanto sudamericano (aunque esté muy presente Lispector) como inglés. El barroco de Virginia Woolf, el barroco de Las olas. Sin embargo, esa profusión de lenguaje encuentra su equilibrio en el vacío y la gran angustia que dominan cada cuento. O mejor: en el dolor. Porque en No aceptes caramelos de extrañosla mayoría de los argumentos son desmesurados. Exhiben esa crueldad de lo real, que a veces se cierne sobre la vida.»

En esta historias «Andrea Jeftanovic además ha encontrado un recurso formal que se ajusta muy bien a la vertiente trágica de sus argumentos. Sobre el final de cada texto aparece una especie de epitafio. Se trata de un párrafo, un par de frases que a su vez ya han formado parte del texto, y que vuelven a repetirse en el final; como grabados en piedra sobre la página última. Un bis, un dístico, en definitiva, que resuena sobre el final del relato “De este modo”, es como si cada cuento ofreciera su resumen, su epílogo y también su corazón poético.»

Espero no les espante el tamaño del texto, vale la pena leerlo desde el principio hasta el final. Demuéstrenme que pueden leer algo más que los estados de facebook y algún que otro tuit.  Es broma!!!!!

Buen Provecho.

Medio cuerpo afuera navegando por las ventanas 

A cierta edad el molde del corazón
ya está formado, con sus bultos redondos y
duros, sus cavidades y curvas confortables,
sus rincones secretos y sus desgarraduras.
Si algún cariño debe colmar ese corazón,
tendrá que encajar con las formas.

Manuel de Lope

Dime, ¿hace cuántas semanas que no tenemos sexo? Todo está tan previsto entre nosotros: el sabor de la saliva, los besos a medias, los cuerpos que se separan sin afecto. Extraño esos besos en que las lenguas están anudadas como ventosas. Sé de antemano cuántos orgasmos vas a alcanzar. ¿Cuánto ha sido nuestro récord? ¿Tres? ¿Cuatro? Tu cuerpo adquiriendo una espesa consistencia bajo las sábanas y el gesto brusco que haces de llevar la mano al cajón del velador y tomar a oscuras la pastilla anticonceptiva que has olvidado. Es una mueca tierna y ridícula porque, a tu edad, es tan improbable que seas fértil. Sólo pensar que podrías quedar embarazada después de que me he descargado en ti, te altera. Tienes razón, estamos viejos para criar bebés. ¿Te imaginas? Eso sería un desastre, dormir menos, discutir más, el aumento de gastos cuando apenas salimos a flote cada fin de mes.

Veo tu cuerpo en el espejo del ropero, te vistes con descuido. Vuelves y me tomas la mano, tu afecto no me conmueve, tus caricias no me excitan; me siento vacío. Sí, es verdad, me siento a la deriva, anciano, cuando recién rozo los cincuenta y tres años. Ni siquiera sé con quién conversar esta desazón. Pensándolo bien, mirándolo desde la distancia, mi tedio es igual; mi deseo de soledad, idéntico; mi ansia de silencio, la misma; quiero simultáneamente que me ames y no me ames. Acomodo la foto de nosotros cuatro en la mesa, tú, yo y los dos hijos que ahora viven en el extranjero. Te pregunto con un tono de conversación amistosa por qué no somos los mismos, por ejemplo, por qué ya no somos los mismos de esa foto tomada en algún veraneo en la costa, cuando la vida se nos iba planificando las vacaciones. Era nuestra pequeña ilusión en medio de un año fastidioso, porque ninguno trabajaba a gusto: jefes de mal talante, oficinas miserables con módulos de plumavit y techos bajos, compañeros mediocres a quienes sólo les brillaban los ojos para contar chistes de doble sentido. Entonces, por el mes de agosto, jugábamos a los destinos posibles e imposibles: playas en el trópico, capitales del viejo continente, lugares bíblicos en el Medio Oriente, parajes exóticos en el sureste asiático, las pirámides de Egipto. Desplegábamos mapas, cotizábamos pasajes, imaginábamos atuendos. Finalmente, siempre tomábamos algún paquete promocional en Sudamérica y éramos tan felices en los vuelos apretados, en los paseos grupales, disfrutando los desayunos continentales (qué tiene de continental un café, un mini jugo de naranja, tostadas con mantequilla y mermelada); sacándonos las infaltables fotos debajo del Cristo del Corcovado en Río de Janeiro, afirmando la puerta del casco antiguo en Cartagena de Indias, acostados en la piedra sacrificial de Machu Picchu, hundidos en la arena de Isla Margarita. Siete noches, seis días para renovar nuestra felicidad. Tania, ¿qué hacemos con lo nuestro? No respondes, no me miras, sigues ordenando tu ropa, no tienes respuesta, yo tampoco.

No, no es un problema de atracción física. Me gustan tus nalgas pequeñas, tus muslos gruesos, el escote marcado. Pese a los años compartidos todavía me gusta el modo como haces volutas de humo cuando fumas. Me gusta tu picardía distante, la forma de curvar los hombros, los huesos acentuados de la clavícula. Me encanta tu voz algo disfónica, reconozco que tengo una leve erección cada vez que tomas el auricular con ese reconocible aló anémico. Confieso que me atrae tu autonomía, las noches que lees un libro como si te aferraras a un amante; yo nunca he logrado esa pasión por la lectura, tomo una revista y después de cuatro páginas la dejo. He sentido celos de esos volúmenes que apilas en el velador, de ese mundo que fundas con ellos, tan lejos, cuando tus ojos se prenden y sonríes sin advertirlo o arqueas las cejas cuando cambias la página.

El problema es en la mañana, cuando te veo a través de la cortina de plástico y te depilas las piernas con la hoja de afeitar. No soporto ver tu silueta curvada, enjabonándote los genitales. Luego, el errado buenos días, porque siempre despiertas malhumorada. Sales del baño con la piel de los pómulos estirados tras la aplicación de la crema hidratante. Dime cuánto capital hay en ese baño entre cremas y geles. Creo que hay más promesas vertidas en esos productos que en nosotros mismos. ¿Entendemos nuestros cambios? ¿Han sido pocos o numerosos? ¿Quieres café con leche o té? ¿Desde cuándo tomas té? Ya sé, desde que sufres del colon. A la hora del desayuno yo te soñaba en bata, peinada, risueña, imaginaba que me besabas el cuello, comías las migajas de las tostadas en mi pecho, bajabas la palma hasta mis caderas, me sopesabas el pene y lo reanimabas como a un paciente agónico. Pero no. Nunca. Menos ahora. ¿Hace cuánto tiempo que tus labios no recorren el caminito de la felicidad, como llamábamos a esa hilera de vellos que nace en el ombligo? ¿Hace cuánto que mi cabeza no se hunde en tu pubis? ¿Hace cuánto que no entro en ti, de un solo golpe, y te encuentro húmeda, lista para montarme? Ahora tenemos que hacer una verdadera coreografía estudiada para lograr primero relajarnos, luego excitarnos. No me gusta sentir que ordeñas mi erección ni palpar tus pezones blandos en mi torso. Pruebo el agua de la ducha con el revés de la mano, vacilo, siento un estremecimiento. Nunca he entendido ese gusto por bañarse con el agua hirviendo. La que entra al baño y la que sale son dos mujeres distintas. En el curso del día tienes tantas edades. Naces opaca por la mañana, eres un misterio en la tarde, estás radiante por la noche, apareces y desapareces por la misma puerta interpretando diversos roles. Hemos crecido callando, cerrando los ojos de tanto en tanto.

En nuestra habitación hay una falta de épica, un horizonte acotado. Se respira una quietud provisional en el aire, una atmósfera de sala de espera. Nos fuimos resecando por dentro, arenas, piedras, añicos de emociones, nada entero moviéndose, ni una hoja viva de muestra y las personas no se fijan, sueño restos de sueños, fragmentos que me inquietan, alguien que no distingo. En casa siempre hay cosas que no funcionan. La ducha averiada inunda el piso, moja las toallas. Picaportes que no cierran bien, llaves que gotean, luces que no encienden. No me odies por ser torpe, no sé ni cambiar una ampolleta. Sales del dormitorio con la cartera en el hombro. ¿Adónde te diriges? No, no me animo a preguntar. Hoy es viernes, viene la empleada. Pasará un paño distraído por las capas de polvo, salpicará la loza, se marchará después de comer el último pan fresco. Hará la cama contando cuántas aureolas nuevas hay desde la última vez que cambió las sábanas. Confieso que eso me inhibe, a través del mapa de las sábanas descubrirá las huellas de nuestra pobre intimidad. Sigue leyendo

Cumpleaños

 

El 3 de noviembre fue el día que escogí para venir al mundo.  Ya va haciendo un rato que estoy por estos lares, pero aún no me canso de la maravilla. Aunque no me gusta festejar cumpleaños, sí me alegra continuar viva, poder poner mis manos en nuevas obras, regalar alegría, abrazar.  Así que por esta y otras causas me tomaré toda una semana de vacaciones. La llegada de los 30 años, merece todo tipo de rituales y celebraciones. Prometo no pasar balance, ni llorar por lo que no hice hasta hoy. Ya no tiene remedio. Lo que sí puedo arreglar es lo que voy a hacer a partir del segundo siguiente.

No voy a hacer el recuento de las bondades de llegar a los 30 años con el que muchas mujeres con temor de vivir se engañan. Estar viva, tener salud, amigos, sueños por cumplir, personas a las que amar y ayudar, «entuertos que  desfacer» son motivos más que suficientes para seguir de empecinadas en este mundo loco en el que nos tocó nacer.

 

Pero lo primero que haré, nada más abrir los ojos este nuevo 3 de noviembre que tendré la suerte de vivir, será agradecerle otra vez  a mi madre por dejarme acompañarla todo este tiempo.  Ha sido y es una aventura insuperable.   Gracias a ella ustedes tienen la suerte de conocer a esta persona. Como ven los créditos son todos suyos.