Poesía para abrazar

Este poema lo escribí de un tirón, casi sin respirar, después de leer los mensajes de Adis López González, una amiga santiaguera. Otros amigos me han pedido lo comparta en el blog y lo haga extensivo para todas las personas que sufren los daños del huracán Sandy en el oriente del país. Espero que la poesía sea también un modo de abrazarlos y de estar con ellos.

Para Adis  

Sembraremos rosas entre las ruinas de la casa

De ser preciso

Los mantendremos abrazados toda la noche

Para que al día siguiente

La Luz caiga menos oblicua sobre las cosas y los hombres

Pintaremos el pan, le dibujaremos estrellas azules

La risa vendrá de súbito

A inundarles el cuerpo

Y rápido pedirán perdón a los muertos, por la súbita alegría

De saber que están vivos.

Leeremos cartas,

Y bajito sin escandalizar

Nos contaremos historias alegres y prohibidas.

Apartaremos los escombros

Con un lápiz,

Con alguna palabra escrita con entusiasmo, profusamente

No adivinaremos siquiera el aluvión,

El miedo que se les metió entre los huesos y duró toda la noche

Y ya dura varios días

Cuando recorren esta ciudad que no parece la suya.

Sembraremos girasoles entre las ruinas de la casa,

Apartaremos un bloque gigante

Que no quiso caer sobre sus cabezas,

Respiraremos aliviados

Escondidos detrás de la pared sobreviviente.

No sabremos qué hacer con las manos,

Las miraremos sin saber para qué son buenas en esta hora.

Y cuando se vayan a dormir bajo la noche estrellada

En una casa sin ventanas

Ni techos,

Ustedes recordarán

también nuestra angustia

Y nuestra impotencia

Y se sentirán de alguna manera

Menos solos.

Gestos pequeños

Los seres humanos somos capaces de realizar grandes actos. Epopeyas que quedarán para las edades venideras, que así podrán recordar cómo fuimos y qué hicimos, quizás sin entender nuestra desmesura o nuestro cinismo, todo a un tiempo. Lo cierto es que podemos realizar grandes actos de fe y de solidaridad, también de barbarie; pero de este último punto  hoy no voy a hablar.

Ahora mismo, cuando por Cuba ha terminado de pasar el huracán Sandy con su cola de pérdida y destrucción, no hemos terminado de llorar pero ya estamos remangándonos las camisas, recogiendo las herramientas para ayudar a miles de personas que no conocemos, pero que son cubanos y necesitan nuestra ayuda. Los de Occidente quieren ir Santiago de Cuba, Holguín o Guantánamo a construir, a edificar, a limpiar las calles y la tristeza de los que se quedaron sin nada o con muy poco. Todos queremos poner nuestro sudor para que esa tierra vuelva a la normalidad, para que otra vez sea un paisaje reconocible.

Por allá se armará un hervidero de hombres y mujeres, imprescindibles y desconocidos. Entre todos ahuyentarán el desaliento,  les iluminará el rostro el fuego que cuece la comida  en una olla en medio de la calle, con condimentos traídos de todas las casas. Habrá café para los camioneros, los electricistas, los muchachos soldados, muy jóvenes , para la gente llana de Cuba que ha ido a ayudar. Volverá a crecer la fe y la vida continuará, desbordándose, con nuevos brazos. De eso y más somos capaces los cubanos, más allá de los estereotipos y los lugares comunes que utilizan quienes creen que nos conocen. Lo cierto es que el dolor de cualquier semejante viene a lacerarnos también.

Increíblemente  los hombres y mujeres que poblamos este planeta tenemos genuina predisposición para los actos más heroicos, para ser materia de libros e historias imperecederas. Sin embargo,  a veces nos cuesta el pequeño gesto, desechamos el alivio que podemos brindar  si tocamos una mano, si miramos a los ojos, si abrazamos con ganas, si no escuchamos a todo volumen la música que nos gusta porque al vecino le molesta, si no criticamos a alguien que con desenfado puedo gritar a los cuatro vientos que es feliz. Aunque parezca sencillo dar la mano, desear una buena jornada al prójimo, no ofenderlo de hecho ni de palabra, nos cuesta ese sencillo gesto. Y por eso muchas veces nuestra cotidianidad se reciente sin esas pequeñas cosas que todos los días nos pueden hacer heroicos.

Ojalá y el huracán de solidaridad que sobre las provincias orientales se ha volcado regrese desbordado, convertido en rabo de nube que se lleve lo feo y nos deje el querube.

Marilyn Bobes: “Escribo por aquello tan demodé que llaman inspiración”

A lo largo de la obra de la escritora Marilyn Bobes prevalece el interés de poner al lector frente a peculiaridades de las relaciones interpersonales, a elecciones de vida diferentes, a las motivaciones de ciertos sujetos en momento determinados de sus vidas y la del país y las “soluciones” que encuentran.

Sus lectores agradecen esta necesidad suya de contar historias con temas que pueden parecer intrascendentes, pero que en modo alguno lo son. Al mismo tiempo, desde las primeras páginas de sus narraciones se advierte un hilvanado tan exacto que la ardua elaboración puede pasar inadvertida.

Lo cierto es que Marilyn escribe las historias que se siente compulsada a sacar de dentro. También se    dedica a la crítica literaria y a la edición. Vive sin desvelos después de recibir dos de los reconocimientos más importantes que su obra ha merecido: El Premio Casa de las Américas por los libros Alguien tiene que llorar, de cuento, en 1995, y la novela Fiebre de invierno, diez años después; lauros que sólo la obligan, según ha confesado, a ser más rigurosa con lo que escribe, a fin de no defraudar a sus lectores con libros de calidad inferior a los que obtuvieron esa distinción.

 -Conversando sobre su poesía con el escritor Ahmel Echevarría, usted dijo: “Aspiro a que los recursos con los que construyo mis poemas estén en función de lo que quiero decir. Que constituyan un medio y no un fin”.¿Puede ser una postura que a veces se da de bruces con la de escritores cuya intención es armar toda una algarabía tecnicista y no establecer una comunicación efectiva con quien los lee?

Los problemas de la comunicación son complicados. Hay quienes disfrutan hasta de esa algarabía tecnicista a la que usted se refiere, y hay también quien piensa, como yo, que escribe en función de lo que quiere decir y se tropieza con un tipo de lector que desea aún más claridad. Creo que la diversidad es la mejor manera de que existan los públicos y no el público. En mi opinión, es un error considerar al receptor una masa homogénea con iguales intereses de recepción. Las preferencias pueden ir desde la diafanidad de un Mario Benedetti hasta la hermeticidad de un Lezama Lima. Creo que todo radica en el nivel de autenticidad y rigor. Se exprese de la forma que quiera expresarse.

 -Usted ha escrito que la poesía le parece en estos momentos un género demasiado pródigo. Un bosque que no le permite vislumbrar los árboles. ¿Se ha relajado demasiado el rigor del escritor, de los jurados de los concursos, de los editores, de los periodistas y hasta del mismo lector con respecto a la poesía que se escribe hoy?

 Eso pienso, aunque admito la posibilidad de estar equivocada.

-Refiriéndonos a su narrativa, en Fiebre de invierno y Mujer Perjura escribir se convierte en la manera de atestiguar la existencia, de encontrar sus claves. Pero al final de su novela Fiebre de invierno se lee: “Mientras tanto, yo, decidida a escribir Fiebre de invierno, contemplo de nuevo el rostro de Mozart y releeo la dedicatoria de la tarjeta postal de Nuta. Incomprensión y mezquindad, ¿qué sabrá Benvenuta de incomprensión y mezquindad? Ella, para quien todo ha sido tan fácil”. Aunque la protagonista de la novela logra escribir, sacar todo de dentro de sí, se advierte un ligero aire de ¿derrota? ¿Alcanza la escritura para estar en paz con el mundo y consigo mismo?

 Confundir personajes con tesis de autor es un frecuente hábito que tienen algunos críticos. Evidentemente a la protagonista de Fiebre… la escritura no le bastó para como usted dice “estar en paz con el mundo y consigo mismo”. Supongo que a otros personajes de otras novelas sí. La escritura no es un método terapéutico ni un testimonio, sino una forma de conocimiento, una reflexión sobre la existencia. Eso no quiere decir que el escritor coincida siempre con el punto de vista de sus personajes. Solo se coloca en el lugar de los mismos para darles una vida virtual.

-¿Cómo ha sido su relación con el lector cubano? ¿Siente que cada uno de nosotros ha leído sus historias de acuerdo con sus propósitos o hemos podido hacer otras lecturas, llegar incluso a la guerrilla semiológica?

Lo bueno de la literatura es su carácter polisémico. De ahí que los lectores puedan añadir a la obra su propia subjetividad. Estoy convencida de que cada lector siempre lee una historia de diferente manera. Y ello me complace.

 -Hace poco tiempo presentó una antología de su poesía, pero narrativa no publica desde el 2009. Después de tantos años de escritura, ¿cómo se enfrenta al proceso creativo?

Del mismo modo de siempre: por necesidad expresiva. No escribo para acumular títulos sino por aquello tan demodé que llaman inspiración. Además de hacer literatura tengo muchas otras ocupaciones, como la edición, el periodismo y las labores de promoción cultural. Todas tienen para mi vida profesional la misma importancia.

 -¿Puede darme noticias de Aprendiz de Menard?

Es mi segundo libro de cuentos, que alguna vez tuvo ese título. Ahora se encuentra en proceso de edición por Letras Cubanas y se llama Los signos conjeturales. Se trata de un conjunto de relatos que tienen como tema a personajes de la literatura universal, contemporaneizados y revisitados para colocarlos ante nuevas situaciones.

-¿Pudiera suceder la reedición de Alguien tiene que llorar?

Tuve una propuesta de Ediciones Cubanas pero hasta ahora no se ha concretado.

-A la altura del 2012 cree que la literatura cubana ha podido desembarazarse de los temas abordados en los años 90. ¿Cuáles nuevas o viejas preocupaciones alientan los libros que se están editando en Cuba o que recientemente usted ha leído?

Creo que estamos viviendo un nuevo período de ruptura, donde irrumpe una mayor universalidad en los temas. Muchos libros que he leído desarrollan sus historias en metarrealidades o tienen como escenario otros países que no son Cuba. Aprecio también un desplazamiento hacia problemas intemporales del ser humano y un abandono de ese tono un poco periodístico o testimonial que prevaleció en los noventa, con excepciones.

-Pudiera caracterizarse como editora en un mudo editorial en el que usted ha dicho que falta agresividad o curiosidad por parte de los editores, ¿cómo es su relación con el autor cuyo libro está ayudando a salir al mundo?

Todo lo que me parece valioso trato de encaminarlo a través de la editorial donde trabajo, Ediciones Unión. Por supuesto que los libros que propongo pasan por una evaluación que realizan nuestros lectores y necesitan la aprobación de nuestro Consejo Editorial. La edición es un trabajo colectivo en lo que se refiere a la gestión. En cuanto a los libros aprobados que llegan a mis manos los asumo también como míos y sugiero cambios, supresión de capítulos, cualquier cosa que, en mi opinión, pueda mejorarlos. Al final, respeto siempre la decisión del autor. Pero nunca me limito a la función de redactora de estilo. Creo que un editor es mucho más que eso y en este sentido siempre trato de hacer lo que hago dando el máximo de la experiencia que puedo tener como escritora.

-¿Qué fue lo que la motivó a comenzar a escribir poesía a los 12 años?

Resulta difícil recordar por qué comencé a escribir. Quizás el hecho de que durante todos mis estudios primarios fui seleccionada por mis profesores para memorizar y recitar en los actos escolares textos de Martí, Bonifacio Byrne y otros autores que ya no recuerdo. Esas lecturas me pusieron en contacto desde edades muy tempranas con ese género de la literatura. Después, mi madre era asidua lectora de poetas “comerciales” como José Ángel Buesa o Hilarión Cabrisas y otros de más trascendencia como Juana de Ibarburu y Alfonsina Storni. En la Secundaria, con los primeros amores de adolescencia, surgió en mí el deseo de componer textos relacionados con sentimientos hasta entonces no experimentados que afloraban en mi interior. Mis motivaciones fueron ingenuas y nacieron de una necesidad expresiva muy íntima.

-¿Recuerda la sensación ante el primer libro publicado; ha variado esta con el paso de los años y la publicación de nuevos libros?

La sensación ante mi primer libro publicado fue de inmensa alegría. Tenía la certeza de haber alcanzado un nivel de realización profesional que no volvió a repetirse después con el paso de los años. Mi inmadurez de entonces no me permitía darme cuenta de la gran responsabilidad que había adquirido ante la sociedad y mis posibles lectores. Después de La aguja en el pajar he sentido siempre ese peso y un cierto malestar cuando me percato de la curiosidad (quizás lógica) que mi persona y no solo mi obra despierta entre los otros. Soy tímida y prefiero el anonimato. Pero creo que esa es una aspiración imposible para un escritor y, en general, para todo artista. Especialmente si ha ganado algún (o algunos) premio(s) de cierta importancia.

 -¿Qué papel ha desempeñado su familia a la hora de perseverar en la escritura?

Mi perseverancia en escribir no ha dependido nunca de ningún factor externo, sino de mí misma. Mi familia siempre me ha dado su apoyo, a pesar de que no siempre les guste todo lo que escribo.

-¿Cómo es un buen día para Marilyn Bobes?

Un buen día para Marilyn Bobes son todos los días. Incluso los peores.

 -En la entrevista con Amaury Pérez en el programa televisivo Con dos que se quieran usted dijo que había una manera cubana de escribir, refiriéndose a las claves de cubanidad presentes en la obra de escritores de la isla ¿Cómo es la manera cubana de vivir de Marilyn Bobes?

Esas son cosas que no se conceptualizan. Se experimentan y van desde la manera de comer hasta los modos de relacionarnos con nuestros compatriotas y con el entorno. Mi manera cubana de vivir quizás pudiera sintetizarla diciendo que es mi manera de ser como soy: una cubana orgullosa de serlo y de vivir en esta Isla que me hizo como soy.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Conexiones


La vida se compone de pequeños hechos, muchos de ellos aislados. Sin embargo,  existen circunstancias cotidianas, mínimas, entrelazadas aunque  no alcanzamos a descifrar o descubrir dichas  relaciones  hasta días  o meses después que acontecen. Siempre sucede así y por más tiempo que llevemos en el mundo no logramos escapar de la sorpresa de encontrar las concatenaciones, a veces mágicas,entre los distintos momentos sobre los que construimos nuestros días.

Acompañando a una amiga a organizar su habitación descubrimos entre papeles inservibles, un diploma que la acreditaba como conocedora del lenguaje de señas que utilizan las personas discapacitadas para comunicarse. Aquello a mí me pareció una cosa hermosísima. No el diploma, por supuesto, sino el querer y poder conocer ese lenguaje, poder hablar con las manos, dibujar las palabras, darles otra vida, verlas nacer fuera de la boca, y al mismo tiempo, ponerle sonido a un espacio condenado a estar en silencio. Y lo anoté como algo que quiero aprender. Yo que amo tanto la palabra, quisiera aprender esta otra forma de trasmitirla en un gesto que es al mismo tiempo solidaridad, compañía, reconocimiento de ese espacio donde ser tiene otras connotaciones.

Un día cualquiera compartí la parte trasera de un ómnibus con una pareja de chicos que se comunicaban con sus manos. En la calle me he tropezado mucho con personas así, que en la escuela han aprendido a hablar de esta manera, pero esos muchachos me sedujeron por un rato. A veces eran tan intensas sus miradas que las manos se quedaban como levitando, silenciosas. Después de un instante reanudaban su danza, y venían a acompañarlas risas, gestos, esos detalles que completan una conversación, que la enriquecen, que la hacen perdurable.

 

Andando el tiempo soñé una noche que era atrapada por una tribu  desconocida y que con prácticas de acupuntura intentaban hacerme dormir, para hacer conmigo quién sabe qué cosas. Para mi fortuna las tales prácticas fallaron, pero tuve que hacerme pasar por dormida para sobrevivir. Con esta misión estuve todo el rato del sueño, dormida soñando que debía fingir que dormía. Por lo tanto aunque me tiraran encima un cubo de agua fría o de arena, no podía hablar, exigir su término, gritar de fastidio o de dolor.

Ayer casi al filo de la tarde buceando como siempre en la red en busca de algún texto extraño, hermoso o conmovedor encontré un relato del escritor Jonh Berger sobre las maneras que tenemos de conversar, sobre todo, las personas que no pueden articular sonidos o escucharlos.  Y de pronto apareció frente a mí, la larga concatenación de hechos y sensaciones que me trajeron hasta este lugar. Nada es fortuito, ni siquiera las pequeñas emociones, los hallazgos de historias que nos traen paz, que disfrutamos. Y el entusiasmo de la lectura fue doble, y por supuesto siempre bienvenido.

 

Conversación 

Relato inédito de Berger para la Revista Ñ

Las ocho de un atardecer de verano en el metro rumbo a un suburbio de París. No hay asientos vacíos pero los pasajeros que están de pie no van apiñados. Hay un grupo de cuatro hombres de unos veinticinco años. Están de pie, a la derecha del vagón, junto a las puertas corredizas –esas puertas no se abren cuando el tren viaja en esta dirección.

Uno de los del grupo es negro, dos son blancos y el cuarto puede ser magrebí. Estoy de pie, bastante lejos de ellos. Lo primero que llamó mi atención fue su complicidad evidente y la intensidad de su conversación, de sus relatos.

Los cuatro están vestidos de manera informal pero cuidada. Su aspecto, su apariencia, debe importarles más que a la mayoría de los hombres de su edad. Todo en ellos está alerta, nada es inexpresivo. El magrebí usa pantalones cortos, azules y holgados, y Nikes impecables. El negro tiene mechones del color del sándalo en su pelo negro espeso. Los cuatro son viriles y masculinos.

El tren se detiene y descienden algunos pasajeros. Puedo acercarme un poco más al cuarteto.

Todos intervienen con frecuencia en el discurso de los otros. No hay monólogos pero tampoco nada se parece a una interrupción. Sus dedos, muy inquietos, se acercan una y otra vez a sus caras.

De pronto me doy cuenta de que son completamente sordos. Si no lo advertí antes fue por su fluidez.

Otra estación. Encuentran cuatro asientos juntos. Me paro justo detrás de ellos. Siguen comportándose como si estuvieran solos. Pero la manera en que deciden ignorar al resto es una forma de tacto y gentileza, no de indiferencia.

Miro el vagón de un extremo a otro. Al parecer soy la única persona que se fijó en ellos. Uno casi nunca escucha lo que dicen los pasajeros en el metro. Si el lenguaje que usan es, además, silencioso, no hay nada llamativo, que se haga notar. De vez en cuando, uno de los cuatro gruñe al reírse.

Siguen contándose historias, comentan hechos. Ahora los miro con la misma curiosidad con que se miran entre ellos.

Comparten un vocabulario de signos gestuales para reemplazar un vocabulario de palabras pronunciadas. Ese vocabulario tiene una sintaxis y gramática propias, establecidas, sobre todo, en base al ritmo. Sus señas gestuales están hechas con las manos, las caras y los cuerpos, que relevaron la función de la lengua y el oído: un órgano que articula y otro que recibe. Los dos son importantes en cualquier diálogo, en cualquier parte, pero en el vagón –y seguramente en todo el tren– no hay diálogo que pueda compararse al de ellos.

Los rasgos físicos con que el cuarteto gesticula al conversar -ojo, labio superior, labio inferior, dientes, mentón, frente, pulgar, dedo, muñeca, hombro-, esos rasgos tienen para ellos el registro de un instrumento musical o una voz con sus notas específicas, cuerdas, vibraciones, grados de insistencia y vacilación. Mirarlos con los ojos es como escuchar una sesión de jazz con los oídos.

Sin embargo, en mis oídos sólo está el sonido del tren que desacelera al llegar a la próxima parada. Algunos pasajeros se ponen de pie. Podría sentarme pero prefiero quedarme donde estoy. Los del cuarteto notan mi presencia, por supuesto. Uno de ellos me sonríe pero no es una sonrisa de bienvenida, sino de aceptación.

Intercepto su miríada de frases –a la que no puedo dar un nombre–, sigo el ir y venir de sus respuestas sin saber a qué se refieren, me dejo llevar por su ritmo, movido por sus expectativas, y siento que me rodea una canción, una canción nacida de sus soledades, una canción en un idioma extranjero. Una canción sin sonido.

© John Berger, 2012. Traduccion: Esther Cross.

 

 

Carta de un cronopio por la muerte de otro cronopio

Esta carta la escribió Julio Cortázar, doblado por la muerte del Che. Nunca la había leído. Hoy la encontré de la mano de un amigo querido que anda por la tierra que los parió a ambos.

París, 29 de octubre de 1967
Roberto, Adelaida, mis muy queridos:

Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días

 como en una pesadilla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones. Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiempo de que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos del télex y lo que pasa con las palabras y las frases. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti. Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras, como sin uno pudiera sacarse las palabras del bolsillo como monedas. No creo que pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Lisandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me importa; en todo caso tu sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te cuento también me averguenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces. Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.

Che

Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca

pero no importaba.

Yo tuve un hermano

que iba por los montes

mientras yo dormía.

Lo quise a mi modo,

le tomé su voz

libre como el agua,

caminé de a ratos

cerca de su sombra.

No nos vimos nunca

pero no importaba,

mi hermano despierto

mientras yo dormía,

mi hermano mostrándome

detrás de la noche

su estrella elegida.

¿Banalidad versus mujeres?

 

Por Danae C. Diéguez

Tomado de Género y Comunicación, Semlac, Cuba

Existe una tendencia en los medios de comunicación masiva en Cuba que insiste en abordar temas sobre las mujeres o desde las mujeres, o sea: múltiples voces femeninas que hablan y cuentan sus experiencias. Así, varios espacios televisivos, reportajes en los noticieros, instituciones que proclaman el número de mujeres que tienen al frente de diversas tareas. Quienes trabajamos los temas de género, y especialmente los estudios de mujeres, pudiéramos ver todo ello como un progreso pero sucede que, precisamente al adentrarnos en un análisis de mapeo sobre cómo están articuladas esas representaciones afloran síntomas que desmienten ese aparente avance.

Es muy importante la posibilidad de visibilizar cualquier quehacer en que seamos protagonistas. Eso como primer paso es vital: hacer visible lo invisible. Sin embargo, cuando esa visibilidad recurrente repite estereotipos, reproduce binarismos esencialistas y se convierte en una característica es para preocuparse y mucho. Sucede que lo que aparentemente se quiere denunciar termina por aparecer como legítimo y natural. Lo que constatamos hoy en los medios y en el tratamiento que desde algunas instituciones se le da al tema es que hay una persistencia de la banalidad y la vulgaridad, a ello se le suma el encorsetamiento que sobre la feminidad se tiene, a lo que responden reportajes en los que mujeres transgresoras, en términos de lo que se conoce como la división sexual del trabajo, o sea que a aquellas que asumen roles profesionales no tradicionales para el habitual concepto de lo femenino, se les exija y de hecho se haga hincapié en cómo «a pesar de todo» continúan siendo «femeninas»: se arreglan las uñas, se maquillan, etc. El asunto es mucho más complejo pues la elección personal para todo ello es necesaria, pero como elección no como un deber ser que nos ubica en una feminidad que es arbitraria.

En varios textos he comentado, y muchas de mis colegas lo han hecho de manera excepcional, el daño que puede provocar nombrar los estudios de género sin el dominio que debe sostener cualquier comentario al respecto. La televisión -que es donde me detendré-, aunque no la única institución sí es la de mayor impacto social y parece no tener en cuenta que simplificar y reducir es banalizar.

Por un tiempo, de cuyo alcance prefiero no acordarme, apareció el programa Ecos de mujer por el canal Cubavisión –uno de los más populares en Cuba-, en el que el caos de la puesta en escena no acabó nunca de explicarnos de qué eran los ecos y mucho menos logramos entender por qué eran los de las mujeres. Aquello en términos de coherencia con el tema no tenía ninguna lógica, a no ser la de continuar potenciando la banalidad. Porque allí, a pesar de tener en varios momentos invitados interesantes, como no había una concepción clara -al menos así se entendía-, cualquier comentario inteligente se diseminaba.

Hoy los ecos de mujeres continúan. Ya no hace falta ningún programa con ese nombre para constatar que así anda casi todo lo relacionado con el tema. Es increíble cómo desde los chistes que se reproducen ad infinitum en programas que incluyen una sección dedicada al tema, como en ¡Ay mujeres!, del humorístico semanal A otro con ese cuento, aparentemente ellas son las que asumen las riendas pero realmente aparecen con el chiste banal, insípido y vulgar; hasta programas con buenos humoristas en los que sus monólogos son un compendio de burlas a las mujeres. Lo peor es que el público femenino aplaude y ríe con lo mismo que las boicotea. Hasta ese punto se ha naturalizado el chiste en el que ellas son el centro de la historia y en la que los adjetivos de histéricas y peleonas se exhiben como si nada.

La pregunta estaría en si no tenemos derecho a cierta banalidad también, a tomarnos un descanso para el chiste y alguna «superficialidad». La cuestión radica en el derecho que tenemos de escoger ser lo que deseemos, pero escoger, no que nos digan cuál es la fórmula bien aprendida de qué significa ser mujer, amparado en una tradición que es patriarcal y que aún continúa sutilizando sus estrategias de reivindicación en el ejercicio de un poder perpetuado. La clave es si esa superficialidad no es la tónica de muchos programas de televisión que desde las voces de mujeres abordan temas «de mujeres», lo que, al convertirse en recurrencia, se lee como un discurso, quiero creer que irresponsable. La TV es uno de los medios que más impacto tiene en la conformación de imaginarios, en contribuir a modelar actitudes y la sistematicidad en ciertas representaciones. En un país en el que la institucionalidad asume un encargo al respecto resulta mucho más inquietante.

Persistir en programas que repiten hasta el infinito la imagen de una mujer tonta, que solo muestra su belleza y sensualidad es reproducir un tipo de televisión que se esmera en ser trivial, trivialidad que se ancla, en muchos sentidos, en el tratamiento que se realiza sobre los temas femeninos. Recuerdo un programa en el que dos hombres competían sobre deportes y cada uno era acompañado por tres mujeres provocadoras que bailaban cada vez que el competidor ganaba; ellas solo movían sus cuerpos con sensualidad y nunca hablaban, no estaban allí para eso. Que existan en la TV realizadoras interesadas y comprometidas con el tema, así como algunos muy selectos programas que se desmarcan de lo explicado, no quiere decir que tengamos una televisión que apuesta, al menos eso es lo que sus imágenes dicen, por la equidad de género. Sigue leyendo

De playas y otras añoranzas

Playa Guillermo, Baracoa

Playa Guillermo, Baracoa

Esta playa tiene nombre de hombre. Se llama Guillermo.  Llegué a ella, en lo que pretendía ser un paseo que alojara a Baracoa en mis pupilas, un día de agosto del año 2011, cuando la villa cumplía 500 años de ser fundada por los españoles. Para probar las aguas que Guillermo ofrece hay que atreverse a bajar una escalera de piedras desiguales, puestas con descuido, resbalosas. Pareciera que es un obstáculo puesto allí con premeditación y alevosía para preservar la playa de los desmanes de los hombres. Pero Guillermo regala una vista demasiado atractiva, sus piedras, las que se sumergen en el agua y se alzan hacia el cielo y las que hacen las veces de arena no hacen otra cosa que excitar la vista, prometer un rato inolvidable.

Y cuando al fin salvas el último reducto, la promesa queda cumplida. Las aguas son frías, frescas, limpias. Llegan en pequeñas olas que se deshacen en la orilla, entre tus pies. Hay piedras grandes, lisas, con colores raros, mezclados, más oscuros si la piedra está mojada. Un puzzle multicolor, que se extiende por toda la orilla. También están las otras, las que están en el agua, con sus formas caprichosas, con el musgo que les crece. Parecen dos vigilantes, las cuidadoras eternas de ese rincón chiquito y hermoso.

En horas de la mañana nadie la visita, todo está muy tranquilo y lo único que quieres es que el tiempo de ensanche, pierda su vértice, se deshaga. Y quedes ahí detenida, mirando el mar, buscando las sílabas de su lenguaje;  mientras él viene y va acompasadamente, sin saber siquiera quién eres, sin importarle.

En playa Guillermo no estuve más que breves minutos. Hubiera querido plantar bandera allí. Detenerme.