Recuerdos

Del lugar donde viví solo es importante el silencio y el sol poniéndose sobre el cañaveral en las tardes de verano. Nunca he visto atardeceres mejores que esos. Ni los colores, ni la manera en que el sol se va yendo casi con desgana. También hay un viejo molino de viento, medio torcido y herrumbroso, casi sin aspas, que debajo tiene un pozo de agua, que tapan con unas planchas de zinc para que nadie cometa la estupidez de caerse dentro, los niños o los adultos. Cada vez que sopla un poco de viento el molino intenta moverse y lo que logra es soltar unos alaridos quejumbrosos que ponen los pelos de punta, más si es de noche y en medio de la quietud se dejan oír esos sonidos extraños. Cuando no tienes el oído entrenado pueden parecer cualquier cosa, hasta el alarido de una criatura maldita por algún encantamiento, que quiere vengar su destino espantando los sueños de los vecinos, asustando a los más cobardes como yo.  Las primeras noches de vivir bajo el acecho del molino quejumbroso, podían torcerse por un buen rato, después que pasaba el viento y el quejido se quedaba suspendido en el tiempo. Después cuando logré  identificarlo entre los distintos sonidos que tiene la noche en el campo,  ya no me asustaba tanto, como pasa con todo a lo que podemos darle alguna explicación por más disparatada que sea.

 

Vida

Una casa es mi casa cuando los libros van apareciendo por los rincones. Existe un tiempo en que la confianza tiene que fructificar. Las paredes, las cosas, los muebles, los cuadros, el asomarme a la ventana, tienen que ir tomando esa temperatura confiable, a partir de la que ya te atreves a mirarlas sin sospecha y hasta acariciarlas. Ya no son extrañas, el tiempo de la duda ha pasado. Llega de pronto una certeza: voy a permanecer en estas coordenadas un rato lo suficientemente largo como para definir este espacio como mi hogar. Y es entonces cuando van llegando junto al polvo, los amigos, el olor de los nuevos alimentos,  los demás inquilinos: los libros. Y la vida se funda un día que va a ir perdiendo su color en el calendario.

 

 

Historias III

No quisiera parecer un libro de autoayuda, pero en días como hoy y como ayer y como el anterior, no se me ocurre nada mejor que dejarles estas historias. Rían un poco y piensen un poco también. 

Saltar, saltar, siempre saltar

Un grupo de ranas viajaba por el bosque cuando de repente dos de ellas cayeron en un pozo profundo. Las demás se reunieron alrededor del agujero y, al ver lo hondo que era, les dijeron a las caídas que debían darse por muertas. Sin embargo, ellas seguían tratando de salir del hoyo con todas sus fuerzas.

Finalmente, una de las ranas atendió a lo que las demás decían; se dio por vencida y murió. La otra continuó saltando con tanto esfuerzo como le era posible. La multitud le gritaba que era inútil, pero la rana seguía saltando, cada vez con más fuerza, hasta que finalmente salió del hoyo. Las otras se le acercaron con gestos de asombro: «¿No escuchabas lo que te decíamos?».

Ella les explicó que era sorda, y creía que todas la estaban animando desde el borde a esforzarse más y salir del hueco.

Peinarse

Una mujer se despertó una mañana, se miró al espejo y notó que tenía solamente tres cabellos en su cabeza. «Hmmm —pensó—, ideal para hacerme una trenza». Así lo hizo y pasó una jornada maravillosa. El siguiente día se levantó, volvió al espejo y advirtió que solamente tenía dos cabellos. «¡Epa!, creo que hoy me peinaré al medio». De esta forma lo hizo y se sintió grandiosa hasta el otro amanecer.

Cuando despertó, se miró nuevamente y supo que le quedaba un cabello. «Bueno —se dijo—; perfecto para una cola de caballo». Su jornada fue divertidísima con el nuevo peinado.

Pero la cuarta mañana, al levantarse, el espejo le mostró una cabeza completamente solitaria. «Qué bien —sonrió—; hoy no tendré que peinarme».

Viñetas en un día gris

 

Por los barrios de la ciudad se pasean gigantes. Vienen vestidos con ropas de colores, montados sobre zancos de madera, tocando la trompeta, cantando y recitando poesías. Nadie les teme, al contrario, los niños, sus padres, los vecinos de los lugares adonde llegan se van tras ellos al ritmo de sus cabriolas y sus bailes.

Ellos son el grupo de teatro callejero Gigantería, unos cuantos amigos, todos artistas autodidactas, que se han juntado para ayudar a alimentar el espíritu de las comunidades que visitan, para ayudar a preservar sus valores identitarios, haciendo teatro en plena calle o en cualquier otro espacio que requiera de su presencia.

Llevan 12 años juntando voluntades, forman parte de la labor que realiza la Oficina del Historiador de la Ciudad en la parte más antigua de la Habana, allí también ayudan a mantener vital el patrimonio intangible de esta zona, la riqueza espiritual de sus habitantes.

Te puedes encontrar con ellos en cualquier calle mientras paseas por la Habana Vieja. Aparecen de la nada, en algunas ocasiones vienen precedidos por la risa de los niños y el sonido de una trompeta china que anuncian que se acercan los gigantes. Después llegan ellos ataviados con sus ropas llamativas, con sus piernas de madera, dispuestos a hacerte feliz por el rato que te decidas acompañarlos.

 

Bajan al río con sus atados de ropa dos o tres veces a la semana. Es como si se pusieran de acuerdo. Van llegando de a poco y se acomodan en las orillas del río que quedan casi al lado del mar. Es tiempo de sequía y el río Turquino parece solo un charco de agua cristalina, muy fría. Cada una escoge el mejor lugar para lavar, a la sombra, debajo del puente, donde mejor llega la brisa que baja desde la montaña.

Yo las vi a mediados del mes de julio cuando el día iba llegando a su mitad, sentadas apaleando la ropa, con las latas de hervir acomodadas sobre fogatas que prenden sin trabajo alguno. Las sábanas blancas extendidas sobre las piedras.

Aunque muchas tienen lavadoras en sus casas prefieren bajar al río y sentarse sobre las chinas pelonas, y gritar de una orilla a la otra las noticias, los comadreos del barrio, y dejarse retratar por los forasteros que se hospedan en el campismo La Mula, que van a subir hasta lo más alto del Pico Turquino. Les da risa cómo se le quedan mirando la gente que viene de la ciudad. Sus caras de asombro.

¿Es raro ser Mildre?

mildre

 

Por: Enrique Pérez Díaz   

Tomado de Cubahora

¿Es raro ser Mildre? Esta sería la primera pregunta que le haría a alguien tan conocido como esta siempre joven autora que a veces escapa de sus libros y de su casa en plena naturaleza para irse a la ciudad y chocar con el mundo y sus, para ella, perturbadoras estridencias, pero antes, vale volver la vida al pasado…

Cuando la conocí, hace ya unos veinte años, era un tímida y frágil muchachita que se me acercó vacilante en un encuentro de crítica e investigación de Literatura Infanto Juvenil (LIJ) en Sancti Spíritus. Debutaba muy insegura y cautelosa en el mundo de las letras y me pareció alguien adorable en su mesura y sencillez.

Desde entonces iniciamos una amistad que dura hasta hoy gracias a los libros. Hace muy poco, cuando tuve el privilegio y la alegría de entregarle el Diploma del Premio La Edad de Oro por su poemario La novia de Quasimodo, a mí volvió, recurrente, aquella imagen a través de los hilos misteriosos de la memoria y me sentí feliz al ver que aquella niña (apariencia que mágicamente todavía conserva), pese a ser hoy quien llamamos entre amigos “La Diva de la LIJ” es toda una mujer, que mantiene viva la misma esencia: ser exigente consigo misma, abierta a nuevas formas expresivas, creativa, apasionada, ávida de encontrarse y llena de caminos para llegar hasta el misterioso predio de su propio corazón, lugar recóndito poblado de hechizos y cartas de amor nunca escritas o devotas e inconfesas declaraciones, fuente de su ya laureada y conocida obra literaria, ánima de su paso por esta vida que le ha dado muchas alegría y algunos sinsabores.

– ¿Existe para ti una literatura infantil? ¿Una LITERATURA? o simplemente ¿Literatura para personas?

Toda la literatura es para personas. Pero sí existe una para niños y una para adultos. Son códigos diferentes. No se le puede leer a un niño de cinco años, antes de dormir, capítulos de Ulises de Joyce o La montaña mágica de Thomas Mann… Ahora bien, un adulto sí puede deleitarse con filme de dibujos animados o con un cuento de Andersen. Y es que la buena literatura hecha para niños, sin ñoñerías ni falsas moralejas, es bien acogida por los adultos. Es ahí donde, en mi opinión, radica la grandeza de esta.

– ¿Qué piensas de la infancia?

Tendría que volver a la mía para valorar muchas cosas de mi adultez con las que he tenido que convivir. Para muchos es la mejor etapa del ser, para mí la más triste, pues el niño está sometido a los caprichos, miedos, represiones y manipulaciones del adulto. Se menciona constantemente la ingenuidad en la infancia como el rasgo más bello, pero, en mi opinión, no es tan así. El niño no es muy ingenuo, lo que es muy indefenso y eso lo hace parecer ingenuo.

– En tu concepto ¿los niños leen hoy día más o menos que antes?

Estadísticamente no sabría decirte, teniendo en cuenta la cantidad de niños, bibliotecas, libros, días de la lectura, escritores, promotores, video juegos, computadoras… o sea, todo lo que favorezca o entorpezca el proceso. Solo sé que niños apasionados por la lectura van a existir siempre. Y niños que la rechacen también. Eso va a depender, sobre todo y en todos esos tiempos, de los padres, los buenos maestros y la predisposición del niño.

– ¿Qué piensas del tono que deben tener las historias para niños?

Siempre he opinado que a los niños se les puede hablar de todo porque no son seres subnormales; ahora bien, hay que saber cómo se les hace llegar (en qué tono) el mensaje que queremos dejarle, que para mí debe ser agradable, lúdico, tierno y sobre todo sincero.

– Se suele decir que en cada libro que se escribe va un gran porcentaje de la personalidad de su autor. ¿Eres tú parecida a alguno de los personajes de tu obra?

Creo que sí, que la obra de cada autor(a) es la prolongación de su personalidad. Y en cuanto a mis personajes, sí, creo que me parezco a algunos y a otros me quiero parecer. O simplemente son personas que he conocido en el transcurso de mi vida y los he idealizado, transformado y rescatado en mi obra. Los autores nos refugiamos detrás de las palabras.

– ¿Cómo concibes idealmente a un autor para niños?

Sin niños en su casa (ja, ja) ¿Para mí?: sincero con su obra, consecuente con su tiempo, que ponga su pasión por encima de su oficio (o al menos a la par).

– ¿Reconoces en tu estilo alguna influencia de autores clásicos o contemporáneos?

Clásicos: Andersen. Creo parecerme mucho, sobre todo en los inicios, o cuando toco los temas del desamor o de los objetos que cobran vida. Contemporáneos: no lo sé, no se es completamente único. Todos bebemos de todos. Hasta las cervezas…

– ¿Cuáles fueron tus lecturas de niña?

Ninguna. No leía. Solo los libros de clases y porque mi madre y la maestra me obligaban. La primera con un cinto, la segunda con una regla. Prefería mataperrear con los niños del barrio. También vivía en un campo con once casas, veintidós campesinos y cuatro vacas. Un libro era un objeto raro. Tenía uno solo con cinco páginas y… ¡ruso!

– ¿Cómo insertas tu obra dentro del panorama actual de la llamada literatura infantil de tu país?

Desde el inicio fue a través de los premios. Mi primer poemario fue premiado con el Eliseo Diego y luego, mi primer libro de cuentos con el Pinos nuevos y así… consecutivamente.

– ¿Qué atributos morales piensas que debe portar consigo un buen libro infantil?

La moralidad ha sido una palabra (concepto) que ha traído muchos problemas y malentendidos en toda época, y es, además, muy relativa. Pero pensando en la literatura infantil, creo en la sinceridad de la historia, en el respeto al lector y a su mundo a la hora de abordar un tema (no herirlo, subestimarlo, pero tampoco sobrestimarlo). Y el esfuerzo (o el intento) por hacer de cada libro infantil un incentivo o guía para transformar positivamente el mundo del niño.

– ¿Podrías opinar de la relación autor-editor?

Novios. Cuando esos novios pierden la comunicación, se pierde la magia. El editor es el corrector de la pasión. ¡Y nada anda bien sin un poco de tino… tampoco con mucho!

– Si tuvieras que salvar solamente diez libros de un naufragio ¿cuáles escogerías? ¿Alguno de los que has escrito?

Salvaría 18 libros… los míos… un autor(a) debe salvar su vida. Sigue leyendo

2013

"¡Ay qué nadar de alma es este mar!" (DML), Foto: Sheyla Valladares

«¡Ay qué nadar de alma es este mar!» (DML), Foto: Sheyla Valladares

I

Nunca fui a pescar a los ríos que quedaban cerca de las distintas casas en las que viví antes de llegar a la ciudad. Después no he ido a pescar al mar, ni al muro del malecón, ni siquiera he tentado la suerte en algún charquito.  Lo cierto es que no sé nada de hilos, anzuelos, carnadas; menos de esperar los frutos de la suerte, el mal día del pez o la generosidad de las mareas.  Mi paciencia no se ha visto tentada de esta forma.

II

Mis botes preferidos fueron la bañadera vieja que mi abuela sacó para el patio cuando reformó el baño de la casa de los bisabuelos -que conocí  solo por fotos y por historias contadas en el sopor de los mediodías-. En ella  navegábamos mis primos y yo como si nos persiguiera el diablo o una turba de filibusteros rabiosos con cuchillos en la boca. La balanceábamos de un lado para otro, con fuerza, entre risas, con un poquito de miedo. Navegábamos a nuestra forma y con nuestro propio ímpetu. El que se bajara de la bañadera quedaba para siempre estigmatizado como cobarde. Un juicio implacable al que nadie quería someterse. Por eso la bañadera subía y bajaba con nosotros dentro, gozosos, que rogábamos porque el paroxismo de la aventura llegara con toda la mole de hierro invirtiendo su equilibrio y sepultándonos bajo su boca ovalada.

El otro mueble bautizado con honores como bote preferido fue la cama a la que llegué con catorce años y de la que me bajé casi con veinte. Mi etapa de devoradora oficial de libros y de cuanto papel escrito cayera en mis manos.  Con tal oficio de leedora la cama no tuvo otro remedio que curvarse bajo mi espalda, llenarse de promontorios allí donde mi cuerpo dejaba huecos, ser el vehículo idóneo para llevarme por los más variados paisajes. La sobrecama preferida era azul, ya se imaginan, tenía el infinito en mi cama, lo mismo el cielo que el mar. Cuando no quería opciones escogía mi propio mundo, mi cielomar personal e intransferible y nadie era capaz de rescatarme, porque yo adoraba perderme en sus grietas.

III

Por eso este 2013 no lanzaré anzuelos. Me quedo con mis mejores recuerdos y sigo construyendo otros que me sirvan de ancla y al mismo tiempo de viento bajo mis alas. Todo viene por las caminos más inesperados, por aire, mar o tierra. Si duda en venir yo saldré a buscarlo, a seducirlo, a engatusarlo con azúcar y cuentos, a arrebatárselo a la vida si se precisa.  En este nuevo ciclo la danza de la suerte será los pasos que dé para atraer buenas noticias al pequeño círculo del mundo que es mi vida, en el 2012 llegaron a ella cosas hermosas traídas por personas muy especiales y eso es algo de lo que en estos siguientes 365 días que se avecinan pretendo mantener.

Historia salida de mi mano

 

Esta vez soy la autora que les propongo. Espero que esta historia les guste. Gracias por pasarse por acá.

LA PEQUEÑA HISTORIA DE CUCA VALERO

 Para Ela Calvo, por la idea y la emoción; aunque sin saberlo.

   La cantante abre la puerta de su camerino y mira alrededor como cada noche durante los últimos treinta y siete años. Respira hondo y se sienta en el butacón que heredara de la Carlota, la antigua vedette, para sacar el maquillaje de la bolsa de mano. Después de disponerlo todo frente a sí, piensa que sería bueno fumarse un cigarro mientras escoge el vestuario de esa noche. Mira con lástima los vestidos, tan ajados como ella misma, pero que aún sirven para recordar las pasadas glorias; sobre todo si Charlie mueve las luces sobre el escenario como ella le ha indicado. Repite el nombre del luminotécnico nuevo, nombre de gángster y de chulo, se dice. Recuerda sus jeans ajustados y las camisas donde no caben los bíceps. Lindo pero bruto, se burla, pues tiene que repetirle todo cada día y encima soportar que la mire como si ella fuera una vieja decrépita. Eso mismo pensarán los que van a verla todavía al cabaret o la ven por el televisor, cargando con el cuerpo como si fuera una maleta pesada y la voz ni se diga, como una bufanda que se deshilacha. Nadie imagina que ella misma se hace esos reproches, que se promete dejarlo todo. Con lo que tiene ahorrado y la jubilación le alcanza para vivir un tiempo. También puede dar clases de piano o enseñar a cantar con cierta afinación a las niñas del barrio, si no están más interesadas en mover las cinturas con cualquier ritmo en el contén de la acera.

   De golpe recuerda las paredes cascadas de la casa y la soledad tras la puerta y no tiene valor para enfrentarse a tanto estropicio. La verdad le duele como un puñetazo en medio del estómago, pero le gusta pronunciar esa palabra, estropicio. Se enamoró de ella después de leer el libro de una chilena pariente del presidente que mataron; que hablaba de espíritus y amores desencontrados. Como no quiere encontrarse con toda esa tristeza prefiere mantenerse cantando mientras pueda y la gente la soporte, y hasta de vez en cuando se lo agradezcan. Esa es la única forma de vivir que conoce.

   Salta del butacón y se habla desde el espejo. Tienes el ánimo hecho una mierda, vieja lacrimosa. Luego suelta la risa, se alborota el pelo y va hacia el perchero donde cuelgan las ropas. Hoy se pondrá el vestido más nuevecito, el que le disimula mejor la barriga. Satisfecha con su elección se le antoja hacer volutas de humo. Prende un nuevo cigarro y parece una locomotora esparciendo el humo por la habitación. No aguanta la risa y no se permite dudar un instante de su cordura. Después, mirando mejor el vestido cuyo modelo no es muy actual, se alienta con un pensamiento positivo. Ya no tienes años para la liposucción ni ganas de embutirte en fajas que oculten lo inocultable. Recuerda cómo le gustaba pararse desnuda frente al espejo y en cada arruga, doblez o cicatriz, descubrir las huellas de las batallas que perdió o ganó en la vida. Lo dejó de hacer cuando su cuerpo desnudo escandalizaba al vecindario, nunca habituado a sus ventanas abiertas en cualquier momento del día o de la noche.

   Tocan a la puerta. Es Pedro, el director del conjunto, viene a preguntar por el repertorio que cantará esta noche. Como si de pronto hubiera olvidado que los jueves no canta más que las canciones de Tania Castellanos. Lo despide con un chiste sobre los calvos, sin dolerle la calvicie de quien fuera uno de sus mejores amantes. Esos eran otros tiempos, rememora, y ante sí desfilan todos los hombres cuyos requiebros de amor atendió sin mezquindades.

   Hoy sí tiene ganas de cantar a la Castellanos. Hoy tiene ganas de dejar la vida en el escenario, de cantar, de chillar, da lo mismo. Hoy quiere vivir. Probó todos los remedios para mantener limpia la voz, pero no se abstuvo de tomarse dos tragos de ron para calentar el alma. Total que una tiene sus días, piensa mientras se pone polvo en las mejillas y mira de reojo la cuchilla que se ha deslizado fuera del bolso del maquillaje. La odia y a todas las escenas de películas con muñecas colgando fuera de las bañaderas, chorreando sangre, ensuciando el piso. Las aborrece, como también la desnudez de los cuerpos mojados, el riesgo inútil, la profanación. También intentó no estar más, despedirse sin campanas, allí mismo, en el camerino, pero después le dio miedo que a su alma le negaran el reposo eterno.

   De la última gira internacional del cabaret Tropicana la nieta le trajo pestañas postizas y creyones. Siempre que piensa en la muchacha le sucede lo mismo, reclina la cabeza en el sillón y se alegra del destino de la niña que crió entre los bastidores de casi todos los cabarets de la Habana. Ahora que lo piensa, la niña no tenía otro camino sino ser lo que su abuela y su madre: cabaretera. Torció el rumbo justo a tiempo, en lugar de los cabaretuchos habaneros, escogió el paraíso bajo las estrellas. Na´, hijo de gato nace pintico, se consuela.

   Al lápiz delineador de ojos casi no le queda punta, por eso no abusa alargándose la pintura más allá de lo imprescindible. Para vieja y tuerta basta la que cuida el baño. No aguanta la risa y le sale una carcajada sonora y larga.

   Cuando termina de maquillarse se pone los zapatos a los que ha tenido que recortar el tacón. A su edad no puede darse el lujo de una fractura de tobillo. Mucho menos regalarles un resbalón a las brujas que vienen a verla con la esperanza de presenciar algún día su derrumbe. Por último, se pone el vestido y toda la bisutería complementaria, mucha fantasía, mucho brillo para encandilar y distraer de otras zonas de su geografía no tan esplendorosas.

   Mira una última vez hacia el espejo y se hace un guiño. Como cada una de las noches en la piel de Cuca Valero, la gran vedette, le envía un beso con la mano a la imagen que le devuelve una mirada burlona. Y sale del camerino cuando escucha la voz de Alfredito, el animador, anunciándola.

 

La mirada de Vivian

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Vivian nació en Francia pero emigró a los Estados Unidos  en la década del 40. Se estableció en New York y luego en Chicago. Para vivir cuidaba niños, cuando los llevaba a pasear o tenía algún rato libre Vivian fotografiaba la ciudad y su gente. No hablaba mucho. Le gustaban el teatro y las películas europeas. Era feminista.

Con el tiempo fue acumulando negativos, su mirada sobre los seres humanos y las cosas. Sus fotos demuestran cuánto observaba, qué le preocupaba, cómo veía el eterno decursar de la vida, qué le interesaba resguardar del olvido y el polvo. Sus fotos desmienten  la supuesta oscuridad que se escondía detrás de su oficio de niñera.

Los que la rodeaban nunca supieron de esta necesidad suya de apretar el obturador y llevarse consigo para siempre un pedazo de existencia. Su secreta pasión por eternizar lo que estaba condenado a ser efímero. Nunca lo confesó.

Al final de su vida sus niños, sus «hijos», le rentaron un apartamento. No podía valerse por sí misma.

***********

John Maloof fue a una subasta. Quería comprar muebles antiguos. Era fotógrafo y agente de bienes raíces. Un día cualquiera acomodando los muebles comprados encontró escondidos en su interior 40 mil negativos. No había señales de su dueño, solo un nombre quedaba medio borrado en los sobres amarillos: Vivian Maier.  Como un loco comenzó a hacer averiguaciones. Buscaba alguna persona que le indicara el paradero de la «artista», de la «fotógrafa» cuyas imágenes le quemaban los dedos. Nadie podía darle una dirección fiel. Vivian no era de dejar rastros. Como último recurso recurrió a Google. El buscador le devolvió una nota: el obituario de Vivien Maier publicado en un periódico cualquiera. Había muerto el día anterior.

Ahora la verdad sobre Vivien Maier ha eclosionado.  Ya no es una desconocida. Ya su nombre no amarilleará en algún sobre escondido. Su mirada será vista por millones de personas todos los días. John Maloof ha publicado un libro sobre su vida y se han organizado exposiciones de sus fotos. También hay un blog. La podemos tropezar en las redes sociales. La vida discreta que Vivian vivía y la que le gustaba fotografiar ya no es del dominio del silencio. Su forma de mirar, su mirada se queda para siempre entre nosotros.

 

Historias II

 

 para Leydis, por el rescate de este recuerdo

 Era un pueblo pequeño, pequeño y tranquilo. Lleno de polvo y de niños que se aburrían. Los niños querían vivir aventuras como las de los libros que leían en la biblioteca de la escuela, pero lo más excitante que un día pudieron hacer fue escaparse a unas cuevas fuera del pueblo de las que los mayores hablaban constantemente por esos días. Lo que encontraron fue una caverna pequeña, pedregosa, con un majá muerto colgando en la entrada. Nada más. Regresaron a sus casas sin que nadie los echara en falta, sin arañazos y con más vergüenza que ánimos de contar la audacia.

Los niños se aburrían. El correo del pueblo quedaba al lado de la escuela, de un pedazo de la escuela. Cuatro aulas desperdigadas en medio del pueblo, a medio camino del parque y la carretera que llevaba a otro pueblo tan tranquilo y polvoriento como aquel. El resto de las aulas estaban más adelante, al lado de una peletería, medio vacía y silenciosa.

En el correo casi nunca iba nadie. Las moscan zumbaban despacio encima del mostrador.  Había dos carteros para todo el pueblo. Demasiados, pensaban los niños.  Con sus bicicletas podían recorrerlo en una mañana. No habían muchas cartas ni paquetes para entregar. El correo solo se animaba los días en que los ancianos cobraban la pensión.

Por las noches los grillos cantaban bajo las ventanas. El viento pasaba deprisa por entre las ramas de los árboles. Los niños se acostaban temprano. En el cielo las estrellas más lejanas se veían cerquita. En las noches sin luz la abuela hacía cuentos de miedo.

El buzón se llenó un día de cartas. Y otro día. Por espacio de meses, quizás años. Ya no recuerdo bien. De pronto llegaban sobres a las casas con escrituras menudas y ladeadas. No pesaban mucho, pero despertaban un nuevo interés, la alegría de saberse recordado, necesario. Apenas contenían una hoja arrancada de cualquier libreta, una flor, un poquito de tierra.

Los niños se escribían. De las conversaciones diarias guardaban un pedacito para contar en sus cartas al compañero de mesa, a la niña del final del aula.  Se contaban cómo eran las noches en cada una de las esquinas del pueblo. Se enviaban besos de papel que luego tomaban cuerpo en la mañana, entre los pupitres que estaban pegados a la pared, donde se sentaban los niños que escribían con la mano izquierda. Se enviaban un poquito de la tierra de sus patios,  alguna flor silvestres robada al azar. Ensayaban un gesto antiguo, acompañar. Y la vida fue sorprendida. Y el pueblo fue un poco menos tranquilo.

Historias

Soy una contadora de historias de otros. Presto oídos a esos sonidos rutilantes que pasan cerca de mí y me seducen. A veces me sobresaltan en las noches, me sorprenden al doblar las esquinas o me asaltan tras una mirada.     

Y las historias me instan, tal como los sueños a  Galeano, que le piden que los sueñe. Mis historias o sea aquellos relatos de los que me apropio porque son bellos y merecen decirse, me zarandean las ropas pidiendo, casi exigiendo: ¡Cuénteme,  cuénteme, que no se va a arrepentir! Entonces, obedientemente las traduzco, las paso en blanco y negro, las hecho a volar para que aniden en los mejores rincones de nuestras vidas.  

Esta es la historia de Leticia, sin apellidos ni otros aditamentos. Ella la escribió en otro lugar, para otros ojos, pero son palabras para regalar, para poner de ventana ante nuestros rostros.

Yo soy una emigrante de Argentina y una inmigrante en España. Mis abuelos lo fueron al revés. Se fueron sin poder volver nunca más.
Mi abuela se murió a los noventa y tantos planeando su viaje de regreso: «cuando yo vuelva iré a la plaza de mi pueblo y gritaré: ¡Ya llegó la Piedad! y todos mis amigos vendrán a verme»…
Fui yo por ella a su pueblo de Baza, escribí en un papel: «Ya llegó la Piedad» y lo enterré en el árbol más hermoso de la plaza que inmediatamente se llenó de pájaros. Quiero creer que los amigos de mi abuela fueron a su encuentro.

Esta es otra historia para atesorar: Un amigo recorriendo España llegó hasta Sevilla y supo que allí estaban aplicando el método cubano Yo sí puedo para enseñar a leer y a escribir a las personas de los alrededores, muchos de ellos ya ancianos, que se habían pasado casi toda la vida sin poder leer una letra impresa, o lo que es lo mismo, viviendo a medias. Entre todas las historias que escuchó se quedó fascinado con esta que ahora les regalo. Cuando me la contó no recordaba los nombres de sus protagonistas, por lo que yo los nombraré para ustedes a fin de que su historia no se pierda. Ellos serán María y Antonio.

María  y Antonio se quisieron desde siempre. En cuento pudieron se casaron, pero la guerra  los separó al poco tiempo -la guerra Civil española o la II Guerra Mundial, cualquiera de ellas cruenta, implacable y necesaria. En ese tiempo Antonio no dejó de escribir cartas a María,  todos los días. Ellas las fue guardando, una a una,  sin abrirlas porque no sabía leer. Nunca dejó que nadie las leyera por ella. Las palabras de Antonio solo eran para sus ojos y su corazón. Antonio fue de los afortunados que regresó del frente. Entonces María y él vivieron el amor que habían postergado. Antonio había muerto hacía muchos años  y María, ya anciana,  seguía guardando amorosamente sus cartas. En ese tiempo comienza a aplicarse en Sevilla el método cubano  Yo sí puedo para erradicar el analfabetismo. María fue de las beneficiadas. En cuanto pudo reconocer los sonidos, pronunciarlos, escribirlos se fue corriendo al arcón donde guardaba su tesoro más preciado: las cartas que le confirmaron todos los días que Antonio seguía vivo y las leyó de un tirón. Lloró mucho, lloró como hacía años no lo hacía, vivió todo de nuevo, y volvió a enamorarse de Antonio, a escogerlo entre todos los hombres posibles para compartir su vida.