Iroko Alejo acaba de compartir en su página de FB: Ella, the First Lady of Jazz. A la que no puedo separar del gran Louis Armstrong. Tan grande la Ella, que se llevó un Grammy a casa tras olvidar, en Berlín, la letra de Mack the Knife e improvisar un mítico scat.
Mi tema preferido de la Ella: su versión de «I can’t give you anything but love». Ese en el cual se trastoca de Ella en cantante chic y en el mismísimo Satchmo. Una gozancia musical completa.
Gracias a él me entero del cumpleaños de Ella, de que su voz cumple 96 años. Y me empieza a revolotear en la cabeza Blue Moon, esa canción que todavía no he podido escuchar en la azotea de cualquier edificio, cualquier madrugada de estas, pero cuyo influjo me persigue por los días. A Ella le he escrito un poema y un cuento pequeño. Todavía no es tiempo de ofrecer a la luz la poesía, pero el cuento se los regalo.
Ella y Louis
Soy Ella. Ese es mi nombre, y se pronuncia “Ela”, aunque nadie nunca sepa cómo hacerlo y yo tenga que estar rectificando a todos el santo día. No entiendo por qué puede ser tan complejo alargar un poquito una ele o encontrar que una niña tiene un nombre distinto a Yunaisi o Yenifer.
Muchos que se creen chistosos me dicen tercera persona del singular. En la anterior escuela donde estuve me llamaban así: Tercera persona del singular. Sin dudas era más fácil decir mi nombre, pero cuando se quiere ser cruel cualquier ahorro puede sonar a avaricia.
Yo hubiera preferido otro nombre pero mi madre no tuvo en cuenta mi opinión y me nombró como una cantante norteamericana que se llama Ella Fitzgerald y canta jazz como si acariciara la piel de alguien muy querido. Yo heredé su nombre pero no su voz.
Esa era la música que mi mamá escuchaba siempre. La escuchó todo el tiempo mientras estuvo embarazada de mí. A todas horas, era su antojo. No salí de su barriga haciendo el famoso scat de Ella porque ese no era el don que habría de acompañarme. Aunque hubiera sido bueno poder poner de pie un escenario como ella lo hacía cada vez que cantaba.
Cuando mi mamá la escucha entra en un estado como de trance. Y no es exageración. Se pone los audífonos y se va a ese lugar que nombran las canciones. Se va de mi lado y yo que nunca he sido buena para seguir el rastro de nadie, ni como pionera exploradora, peor es si tengo que buscarla entre negritas y corcheas. Me pierdo llamándola, y la voz se me vuelve bajita y delgada. Es un desastre. Y odio mi nombre y a la mujer que lo llevó antes de mí, porque nunca he sido más poderosa que Ella, que me prestó el nombre y se roba a mi madre. Sigue leyendo