Tierno Santiago

«La ternura es la solidaridad de los pueblos»

Ya presentíamos La Habana. Los puentes, el paisaje, las señalizaciones en la vía, el cuerpo; todo nos avisaba su cercanía. Era solo cuestión de avanzar un poco más, de no distraernos con los dibujos que el sol hacía en el cielo a esa hora en que decide si quedarse o irse.

Todo había salido bien, a pesar de que cuando uno viaja por carretera en una guagua Yutong cualquier imprevisto es posible, y esperado. Por eso cuando el ómnibus se detuvo sin motivos aparentes y  los choferes bajaron con cara de circunstancias, todos creímos que la buena suerte por ese día había terminado.

Algunos hombres bajaron, en ese afán por hacerle frente a las situaciones aunque no tengan ni idea de cómo resolverlas, y después de conferenciar por un rato con los choferes, alguno vino a informar que había problemas con el motor, con el combustible que se había acabado o que no se había acabado pero que no llegaba al motor. Algo así. Lo único cierto era que estábamos varados, a expensas de que algún buen samaritano quisiera donarnos un poco de combustible de sus propios vehículos.

Ahí empezó la aventura. Los choferes montaron guardia  dentrás del ómnibus a la espera de camiones, rastras, otras guaguas, pero en la autopista nacional los vehículos pasan casi a la velocidad de la luz, nadie se detiene, si acaso alguien aminora un poco la marcha, mira extrañado por la ventanilla con cara de quien está mirando un hipopótamo en el zoológico y sigue su camino.   Esos éramos en ese momento, el hipopótamo.

Y vimos las estrategias de escape más burdas. Aunque solo nos faltaba soltar bengalas, más de uno se hizo el desentendido, como si esa parte de la vía correspondiera a un mundo ficticio o a un espejismo del que había que dudar. Por más señas que hicieron los choferes y tripulantes juntos, por más explicaciones que dieran, nadie parecía poder desprenderse del petróleo que necesitábamos para llegar a La Habana. Y la noche hacía su entrada menos aplaudida.

Por fin apareció una rastra. Todos parecíamos Rodrigo de Triana gritando !tierra! desde la carabela La pinta, mirando el carro con la misma esperanza con la que el marinero miró por primera vez las tierras del «nuevo mundo».  El chofer recién llegado no pidió muchas explicaciones, bastaron algunas palabras. No vi la totalidad de sus gestos, pero fueron pocos los minutos que mediaron hasta que el motor recién alimentado volvió a rugir gozoso. Nos poníamos en marcha nuevamente.

Nunca supe el nombre de nuestro benefactor -hay detalles que ante los imperativos del momento se ovbian- , tampoco recuerdo quién fue la persona que me dijo que ese hombre generoso era santiaguero.

Cuando eres Robinson Crusoe por un día

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Los pilluelos”, cuadro de la artista cubana Juana Borrero (1896).

El día que conocí Armandito era viernes. Tenía un largo viaje ante mí y mucha incertidumbre, aburrimiento. Todo ello compartiéndolo con el vacío del asiento contiguo, hasta que apareció él con su humanidad de cinco años.

Al verlo, lo primero que hubo fue sospecha. El mecanismo de defensa más útil que conozco. Siempre desconfío de mi posible éxito con enanos que no llegan a un decente metro y cincuenta. Y este tendría que empinarse mucho antes de alcanzar una estatura de confianza.

Después, para mi desconcierto me sentí como Robinson Crusoe a quién le había tocado un Viernes en suerte. Me iba a rescatar de la desidia y la locura. Nunca al revés como han pretendido hacer creer algunos con manías colonizadoras, aun en pleno siglo XXI.

Armandito llegó en pleno ataque de rabia por un ipod que se negaban a darle. El ómnibus tenía disponibles tres asientos. Su tía y su mami, de seguro ocuparían dos, pues a los grandes les toca llevar sobre sus regazos a los más pequeños, pero en mi historia ellas escogieron los asientos más convenientes y Armandito sustituyó mi mochila en el asiento 41 de un elefante azul, es decir, de una guagua marca Yutong.   Sigue leyendo