Por los barrios de la ciudad se pasean gigantes. Vienen vestidos con ropas de colores, montados sobre zancos de madera, tocando la trompeta, cantando y recitando poesías. Nadie les teme, al contrario, los niños, sus padres, los vecinos de los lugares adonde llegan se van tras ellos al ritmo de sus cabriolas y sus bailes.
Ellos son el grupo de teatro callejero Gigantería, unos cuantos amigos, todos artistas autodidactas, que se han juntado para ayudar a alimentar el espíritu de las comunidades que visitan, para ayudar a preservar sus valores identitarios, haciendo teatro en plena calle o en cualquier otro espacio que requiera de su presencia.
Llevan 12 años juntando voluntades, forman parte de la labor que realiza la Oficina del Historiador de la Ciudad en la parte más antigua de la Habana, allí también ayudan a mantener vital el patrimonio intangible de esta zona, la riqueza espiritual de sus habitantes.
Te puedes encontrar con ellos en cualquier calle mientras paseas por la Habana Vieja. Aparecen de la nada, en algunas ocasiones vienen precedidos por la risa de los niños y el sonido de una trompeta china que anuncian que se acercan los gigantes. Después llegan ellos ataviados con sus ropas llamativas, con sus piernas de madera, dispuestos a hacerte feliz por el rato que te decidas acompañarlos.
Bajan al río con sus atados de ropa dos o tres veces a la semana. Es como si se pusieran de acuerdo. Van llegando de a poco y se acomodan en las orillas del río que quedan casi al lado del mar. Es tiempo de sequía y el río Turquino parece solo un charco de agua cristalina, muy fría. Cada una escoge el mejor lugar para lavar, a la sombra, debajo del puente, donde mejor llega la brisa que baja desde la montaña.
Yo las vi a mediados del mes de julio cuando el día iba llegando a su mitad, sentadas apaleando la ropa, con las latas de hervir acomodadas sobre fogatas que prenden sin trabajo alguno. Las sábanas blancas extendidas sobre las piedras.
Aunque muchas tienen lavadoras en sus casas prefieren bajar al río y sentarse sobre las chinas pelonas, y gritar de una orilla a la otra las noticias, los comadreos del barrio, y dejarse retratar por los forasteros que se hospedan en el campismo La Mula, que van a subir hasta lo más alto del Pico Turquino. Les da risa cómo se le quedan mirando la gente que viene de la ciudad. Sus caras de asombro.