Diciembre es sinónimo de cine en la Habana. La vida se vuelca al espacio íntimo de las salas oscuras de los cines. Y uno aprende a respirar, a emocionarse, a compartir quejidos, suspiros, risas y el hastío también, junto a decenas de personas que ensayan los mismos gestos en la oscuridad. Dentro del cine nace un animal colectivo, que siente al unísono muchas veces, que aprende a moverse en la misma dirección con sus cientos de piernas y brazos y su corazón agigantado. Tus ojos son cien ojos más, tu codo cobra nueva extensión de butaca en butaca, todo se multiplica bajo el influjo de ese espacio cerrado, que al mismo tiempo se abre en diversas constelaciones cuando cada quién sale a buscar su propia historia a partir de la trama que propone el filme de turno.
Y no se habla de otra cosa en la ciudad. Durante el tiempo que dura el Festival Internacional de Cine Latinoamericano de La Habana casi puedes adivinar, con certeza, hacia donde van esa mujer y ese hombre que corren tomados de la mano, sorteando a los transeúntes que caminan sin prisas. Van en busca de su historia. En cualquier cine, si tienen suerte, van a encontrar la emoción, van a guardar una escena en la memoria y van a recurrir a ella siempre que quieran volver a sentirse como en ese instante en que quedaron expuestos y sangrantes en medio de la oscuridad una sala de cine.
En diciembre todos nos conocemos. Se aparta la timidez, el andar ensimismado, para preguntar qué tal las películas, cuál de ellas es la más recomendable. Todavía quedan aventureros que no quieren a ningún agorero, y se lanzan al cine, con el pecho descubierto y las manos temblonas. Van en pos de su propio hallazgo, listos para decapitar a la serpiente o tan solo convencer a la princesa de que abandone la torre y los vestidos pasados de época para irse por las calles, tras los gorriones y una canción.