«quemarse las alas es a veces la única opción posible…» Foto: Sheyla Valladares
Ya le van quedando pocas horas al 2012. Un año en el que vimos casi de todo en el mundo, casi horrores todos los días, casi la muerte venciendo, poniendo su estandarte sobre los hombres, casi la ruina del amor, casi el olvido de la hermandad que nos une a todas las criaturas del mundo, casi la desesperanza por lo que nos falta, por el silencio y la desconfianza, por todas las cosas torcidas a nuestro alrededor. A pesar de esos y tantos otros agobios casi siempre pudimos alzarnos sobre nuestros pies y reemprender la jornada, volver a reírnos, a dar abrazos, a embriagarnos de optimismo.
En los días aciagos yo siempre busqué este poema porque de una manera misteriosa e inexplicable siempre pone fuerza en mi corazón, en mi espíritu. Por eso se los regalo, en esta nueva era, en esta nueva edad del mundo, para que les acompañe y les sirva de bálsamo con la misma eficacia que a mí.
Y no olviden regresar a este rincón en el 2013, les estaré esperando!!!
Nocturno
Las pequeñas derrotas cotidianas, los fracasos pasajeros, los
golpes del desaliento y el cansancio
hacen blanco en tu alma,
vierten sobre tus sueños unas gotas de agua turbia y amarga. Y de
ahí nacen esos pasillos de abismo,
esos ígneos parajes donde te acecha una serpiente o te acosan
babeantes endriagos de Goya,
esos soles nauseabundos que te arrancan el pellejo,
ese horror, esos terremotos,
ese humo acre del fuego invisible en el que arden seres queridos,
ciudades queridas, deseos queridos.
Pero también las mínimas victorias del día,
el error estrangulado a tiempo,
el poema que salió de un solo tajo,
la carta desbordando besos y buenas noticias,
la muchacha que no dijo sí pero que tampoco dijo no y dejó caer,
como de antiguo los pañuelos, una esperanza,
la artesana alegría del pan bien ganado,
el bálsamo de la mano amiga
echan sus raíces en el sueño.
Y de ellos nacen, entonces, el súbito vuelo con el que salvas
finalmente el abismo,
la puerta imprevista por la que escapas de los endriagos,
la caricia del aire sobre tu piel ardida,
y ese aguacero dulce que estrangula al fuego del mal, que lo pone
de rodillas;
esa espada que, empuñada por tu mano,
decapita a la serpiente.
(del libro «Las palabras vuelven», Luis Rogelio Nogueras, Wichy)