Hace unos días alguien me pidió que posteara algún cuento del joven escritor boliviano Rodrigo Hasbún, pues ya les había presentado a Maximiliano Barrientos, otro contador de historias de por esos lares. Hasta el momento no había encontrado nada de Hasbún, aunque me había tropezado con alusiones sobre su escritura y sus libros. Casi el día después del pedido me encontré este relato de Rodrigo. Como es viernes y tengo ganas de complacer, me pongo en plan de hada madrina y les cumplo el deseo. Espero que lo disfruten.
Fotos
Llévate contigo tu mierda, todos tus recuerdos, quise decirle antes de que se pusiera de pie, pero luego, cuando empecé a balbucearlo, cuando al fin me animé a decirlo, era tarde, ella se había dado la vuelta, ya salía del café, de mi vida, a la calle, a la vida de cualquier otro. Llevate contigo tu nombre, puta, ladrona, quise decirle, mujer, quise decirle, para herirla, para devolverle un poco del dolor que me estaba provocando. Llevate contigo todo y por favor no vuelvas (porque Valeria siempre vuelve después de irse). Y por favor no vuelvas esta vez, Valeria, quise decirle, es lo que más te pido, que te vayas para siempre y te lleves tus recuerdos y tu olor. Y si es más fácil para ti, pensá que te vas porque yo quiero que te vayas, como en el bolero, como en tantas otras vidas (pero yo sólo quiero que te vayas después de que te has ido). Llevate contigo a ti, al fantasma que inauguras. Llevate el cuerpo. Y no vuelvas, quise decirle, esta vez no se te ocurra volver. Por favor, si es que en serio has dejado de quererme, no vuelvas.
Pero una semana después estábamos de nuevo ahí, en la única mesa con ventanal del café diminuto. Tenía que parecer que nos habíamos encontrado casualmente y tenía que parecer que yo no me había enterado de nada o que ya había guardado el daño, que las heridas eran la mejor parte del amor. Así que saqué de mi mochila las fotos sin decir nada, sin reproches, y las dejé sobre la mesa, al lado de los cafés recién servidos y todavía humeantes. Valeria se quedó mirándolas un buen rato.
No entendía, porque no había ido a la última sesión del taller, adonde yo, a pesar de todo, fui sólo para encontrarla. Una de las fotos sucedía en un vagón del metro. Aparecía un anciano un poco perdido. Posiblemente se había equivocado de línea o a lo mejor olvidó en qué estación debía bajarse. Tal vez seguía instalado en alguna guerra, huyendo del fuego y de las balas y de la mujer que se quedó atrás. Aún vivo o ya no, cubierto entero, en la otra aparecía un hombre en una cama de hospital.
Eran fotos extrañas. No se sabía bien si estaban armadas, escenificadas, hechas, o si habían salido directamente de la realidad. De esa realidad en la que le decía a Valeria que debía elegir una y escribir un cuento a partir de ella para la próxima sesión. ¿Las escogiste tú? Fue al azar, ya sabes cómo es Madeiros. ¿Cuál prefieres? La del anciano, dije. Bueno, dijo ella, entonces me quedo con la otra. ¿Por qué no fuiste el otro día? Porque no tenía ganas de tanto manicomio.
Me hacían daño su tono y su crueldad y al mismo tiempo me gustaban. Más tarde terminaríamos en su cama y yo nunca más mencionaría lo de la semana anterior. Puta, quise decirle mientras lo recordaba y sorbía del café y le buscaba los ojos. Ladrona, quise decirle, mujer. Y devolví la taza a la mesa y estiré la mano para coger la suya. Cada vez me interesan menos los ejercicios de Madeiros, dijo ella, ajena a todo lo que pudiera estar sintiendo yo. No sé a dónde pretende llegar, he dejado de sentirlos necesarios. El viejo sabe lo que hace, intenté defenderlo, aunque lo cierto es que últimamente había pensado lo mismo. Además los escritores deben inventarse a solas, añadió Valeria, que durante meses había sido la más entusiasta del taller. Mi mano todavía estaba sobre la de ella, pero eran manos muertas, manos que ya no nos pertenecían. ¿Dejarás de ir?, pregunté con miedo. Respondió con una mueca que no entendí y luego volvimos a quedarnos callados.
Eran la cuatro de la tarde de un viernes igual a otros y en ese momento descubrí que escribiría mi cuento sobre esas horas. Nosotros, los personajes, hablaríamos de las fotos mientras nos destruíamos lentamente, mientras íbamos creciendo con la traición y la rebeldía, con las oscilaciones y el sexo y el café, con las palabras que no sirven. Y lo más seguro es que Madeiros lo detestaría. Le molestarían el asunto autorreferencial, la ausencia de un argumento claro, el sentimentalismo o eso que estaba demasiado cerca. ¡Este jodido ejercicio era justo para lograr lo contrario!, vociferaría seguro unos días después, con su voz hecha mierda por los cigarrillos, ¡para que me hablaran de lo que veían en las fotos, para sacarlos de ustedes mismos, egocéntricos petulantes! Y se atoraría y escupiría en un rincón, antes de secar su cerveza de un sorbo.
¿Estás bien?, preguntó Valeria, devolviéndome a nosotros, al café diminuto.
Pensé en lo que terminaríamos haciendo. En su espalda desnuda, en la piel tan suave. En su olor, en su sabor. En el tacto. Y desterré en un segundo a Madeiros, que bien visto era un escritor mediocre, acabado.
Sí, bien, respondí.
Y de algún modo era cierto. Ella estaba ahí. También las horas largas y quietas en las que nos daríamos un buen revolcón, las horas en las que la perdonaría de nuevo, las horas de las que luego escribiría.
Sonreí y ella sonrió y apartamos las manos y vaciamos nuestras tazas.
Unos minutos después pagamos la cuenta y nos fuimos.
Algunos datos de Rodrigo Hasbún
Cochabamba, Bolivia, en 1981.
Publicó el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Obtuvo en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra y el 2007 fue seleccionado para participar del evento Bogotá 39. Textos suyos han sido incluidos en diversas antologías de literatura latinoamericana. Recientemente le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana.