Fotos

 

Hace unos días alguien me pidió que posteara algún cuento del joven escritor boliviano Rodrigo Hasbún, pues ya les había presentado a Maximiliano Barrientos, otro contador de historias de por esos lares.  Hasta el momento no había encontrado nada de Hasbún, aunque me había tropezado con alusiones sobre su escritura y sus libros. Casi el día después del pedido me encontré este relato de Rodrigo. Como es viernes y tengo ganas de complacer, me pongo en plan de hada madrina y les cumplo el deseo. Espero que lo disfruten.

Fotos 

 

Llévate contigo tu mierda, todos tus recuerdos, quise decirle antes de que se pusiera de pie, pero luego, cuando empecé a balbucearlo, cuando al fin me animé a decirlo, era tarde, ella se había dado la vuelta, ya salía del café, de mi vida, a la calle, a la vida de cualquier otro. Llevate contigo tu nombre, puta, ladrona, quise decirle, mujer, quise decirle, para herirla, para devolverle un poco del dolor que me estaba provocando. Llevate contigo todo y por favor no vuelvas (porque Valeria siempre vuelve después de irse). Y por favor no vuelvas esta vez, Valeria, quise decirle, es lo que más te pido, que te vayas para siempre y te lleves tus recuerdos y tu olor. Y si es más fácil para ti, pensá que te vas porque yo quiero que te vayas, como en el bolero, como en tantas otras vidas (pero yo sólo quiero que te vayas después de que te has ido). Llevate contigo a ti, al fantasma que inauguras. Llevate el cuerpo. Y no vuelvas, quise decirle, esta vez no se te ocurra volver. Por favor, si es que en serio has dejado de quererme, no vuelvas.

Pero una semana después estábamos de nuevo ahí, en la única mesa con ventanal del café diminuto. Tenía que parecer que nos habíamos encontrado casualmente y tenía que parecer que yo no me había enterado de nada o que ya había guardado el daño, que las heridas eran la mejor parte del amor. Así que saqué de mi mochila las fotos sin decir nada, sin reproches, y las dejé sobre la mesa, al lado de los cafés recién servidos y todavía humeantes. Valeria se quedó mirándolas un buen rato.

No entendía, porque no había ido a la última sesión del taller, adonde yo, a pesar de todo, fui sólo para encontrarla. Una de las fotos sucedía en un vagón del metro. Aparecía un anciano un poco perdido. Posiblemente se había equivocado de línea o a lo mejor olvidó en qué estación debía bajarse. Tal vez seguía instalado en alguna guerra, huyendo del fuego y de las balas y de la mujer que se quedó atrás. Aún vivo o ya no, cubierto entero, en la otra aparecía un hombre en una cama de hospital.

Eran fotos extrañas. No se sabía bien si estaban armadas, escenificadas, hechas, o si habían salido directamente de la realidad. De esa realidad en la que le decía a Valeria que debía elegir una y escribir un cuento a partir de ella para la próxima sesión. ¿Las escogiste tú? Fue al azar, ya sabes cómo es Madeiros. ¿Cuál prefieres? La del anciano, dije. Bueno, dijo ella, entonces me quedo con la otra. ¿Por qué no fuiste el otro día? Porque no tenía ganas de tanto manicomio.

Me hacían daño su tono y su crueldad y al mismo tiempo me gustaban. Más tarde terminaríamos en su cama y yo nunca más mencionaría lo de la semana anterior. Puta, quise decirle mientras lo recordaba y sorbía del café y le buscaba los ojos. Ladrona, quise decirle, mujer. Y devolví la taza a la mesa y estiré la mano para coger la suya. Cada vez me interesan menos los ejercicios de Madeiros, dijo ella, ajena a todo lo que pudiera estar sintiendo yo. No sé a dónde pretende llegar, he dejado de sentirlos necesarios. El viejo sabe lo que hace, intenté defenderlo, aunque lo cierto es que últimamente había pensado lo mismo. Además los escritores deben inventarse a solas, añadió Valeria, que durante meses había sido la más entusiasta del taller. Mi mano todavía estaba sobre la de ella, pero eran manos muertas, manos que ya no nos pertenecían. ¿Dejarás de ir?, pregunté con miedo. Respondió con una mueca que no entendí y luego volvimos a quedarnos callados.

Eran la cuatro de la tarde de un viernes igual a otros y en ese momento descubrí que escribiría mi cuento sobre esas horas. Nosotros, los personajes, hablaríamos de las fotos mientras nos destruíamos lentamente, mientras íbamos creciendo con la traición y la rebeldía, con las oscilaciones y el sexo y el café, con las palabras que no sirven. Y lo más seguro es que Madeiros lo detestaría. Le molestarían el asunto autorreferencial, la ausencia de un argumento claro, el sentimentalismo o eso que estaba demasiado cerca. ¡Este jodido ejercicio era justo para lograr lo contrario!, vociferaría seguro unos días después, con su voz hecha mierda por los cigarrillos, ¡para que me hablaran de lo que veían en las fotos, para sacarlos de ustedes mismos, egocéntricos petulantes! Y se atoraría y escupiría en un rincón, antes de secar su cerveza de un sorbo.

¿Estás bien?, preguntó Valeria, devolviéndome a nosotros, al café diminuto.

Pensé en lo que terminaríamos haciendo. En su espalda desnuda, en la piel tan suave. En su olor, en su sabor. En el tacto. Y desterré en un segundo a Madeiros, que bien visto era un escritor mediocre, acabado.

Sí, bien, respondí.

Y de algún modo era cierto. Ella estaba ahí. También las horas largas y quietas en las que nos daríamos un buen revolcón, las horas en las que la perdonaría de nuevo, las horas de las que luego escribiría.

Sonreí y ella sonrió y apartamos las manos y vaciamos nuestras tazas.

Unos minutos después pagamos la cuenta y nos fuimos.

 Algunos datos de Rodrigo Hasbún

Cochabamba, Bolivia, en 1981.

Publicó el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Obtuvo en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra y el 2007 fue seleccionado para participar del evento Bogotá 39. Textos suyos han sido incluidos en diversas antologías de literatura latinoamericana. Recientemente le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana.

 

Las altas horas

Para conocer a la poeta santiaguera Teresa Melo no basta un poema.  Se precisan más poemas para conocer a esta mujer que escribe despacio, que se da tiempo para elegir las palabras que han de nombrar lo que duele o palpita feliz. Pero sirvan esta primeras letras suyas para tomar gusto y empezar a buscarla por las librerías, por los anaqueles de los amigos. Versos así no se paren todos los días. Versos así nos restituyen al lugar del que el mundo abrupto nos expulsó alguna vez. Acá les dejo el poema Las altas horas, que le da título al libro ganador del Premio Nacional de Poesía  Nicolás Guillén en el 2003. !Buen provecho!

Las altas horas

El día de mi padre me decía al oído:

Be careful, it´s my heart

Louis Armstrong dictaba en el oído

lo que nunca cantó.

Otro hombre perfecto fue su dueño.

Cantores, militares, ya no viven aquí.

Vive Daniela/

El eterno retorno de la canción que pide

cuida mi corazón de alturas y cemento.

Y por la suerte cuido.

Levísima es la suerte a la que doy memoria.

 

Hija mía. Sé libre

ama con esperanza/ con ingenuidad.

 

Una taza de té  empecé a tomar hace años

y hace más tiempo removía la carne temblorosa

que tomaría el té.       Desde ese temblor

escribí, escribí:

ahora cuento las palabras

que quedan sin contaminar.

Dentro de mí        el piso 23    la escuela

el corazón que cae,

Tú eres ese cuerpo sin fragmentar       intacto.

 

Hija mía       soy libre

te amo con esperanza/ con ingenuidad.

Quédate cerca de la puesta del sol:

quien la fragmenta y disecciona

no puede hacer que el sol se ponga para ti.

Quien diseca la palabra

no puede hacerte vibrar con palabra alguna.

Eso te doy      las puestas de sol que fueron

las sobre mí

las que te inquietarán y aquietarán

y esta palabra sin contaminar

para que la bebas con fruición

como la leche de las altas horas

la acunes, aprendas y mastiques

y te haga luz      en la hora violeta

cuando el sol se ponga sobre mí.

Teresa Melo, libro “Las altas horas”

 

 

«Siéntete limpia y ligera, como la luz.»

Hay palabras que nos buscan, que saben de nuestros posibles extravíos, de nuestra tristeza y vienen presurosas a salvarnos, a poner un poco de luz delante de nuestros pasos. Así ha funcionado estos fragmentos de la carta que José Martí enviara a María Mantilla antes de partir a luchar a Cuba. Me alegra reencontrar las palabras del Maestro, tan oportunas, casi bálsamo, para cualquiera de las María Mantilla que a lo largo de la historia accidentada de este mundo las hemos necesitado.

A mi María
Y mi hijita ¿qué hace, allá en el Norte, tan lejos? ¿Piensa en la verdad del mundo, en saber, en querer, -en saber, para poder querer, -querer con la voluntad, y querer con el cariño? ¿Se sienta, amorosa, junto a su madre triste? ¿Se prepara a la vida, al trabajo virtuoso e independiente de la vida, para ser igual o superior a los que vengan luego, cuando sea mujer, a hablarle de amores, -a llevársela a lo desconocido, o a la desgracia, con el engaño de unas cuantas palabras simpáticas, o de una figura simpática? ¿Piensa en el trabajo, libre y virtuoso, para que la deseen los hombres buenos, para que la respeten los malos, y para no tener que vender la libertad de su corazón y su hermosura por la mesa y por el vestido? Eso es lo que las mujeres esclavas, -esclavas por su ignorancia y su incapacidad de valerse, -llaman en el mundo «amor». Es grande, amor; pero no es eso. Yo amo a mi hijita. Quien no la ame así, no la ama. Amor es delicadeza, esperanza fina, merecimiento y respeto. -¿En qué piensa mi hijita? ¿Piensa en mí?
(…) Conocerás el mundo, antes de darte a él. Elévate, pensando y trabajando.
(…) Y cuando tengas bien traducida L’Histoire Générale, en letra clara, a renglones iguales y páginas de buen margen, nobles y limpias ¿cómo no habrá quien imprima;-y venda para ti, venda para tu casa, -este texto claro y completo de la historia del hombre, mejor, y más atractivo y ameno, que todos los libros de enseñar historia que hay en castellano? La página al día, pues: mi hijita querida. Aprende de mí. Tengo la vida a un lado de la mesa, y la muerte a otro, y un pueblo a las espaldas: -y ve cuántas páginas te escribo.
El otro libro es para leer y enseñar: es un libro de 300 páginas, ayudado de dibujos, en que está, María mía, lo mejor-y todo lo cierto-de lo que se sabe de la naturaleza ahora. Ya tú leíste, o Carmita leyó antes que tú, las Cartillas de Appleton. Pues este libro es mucho mejor, -más corto, más alegre, más lleno, de lenguaje más claro, escrito todo como que se lo ve. Lee el último capítulo. La Physiologie Végétale,-la vida de las plantas, y verás qué historia tan poética y tan interesante. Yo la leo, y la vuelvo a leer, y siempre me parece nueva. Leo pocos versos, porque casi todos son artificiales o exagerados, y dicen en lengua forzada falsos sentimientos, o sentimientos sin fuerza ni honradez, mal copiados de los que los sintieron de verdad.
Donde yo encuentro poesía mayor es en los libros de ciencia, en la vida del mundo, en el orden del mundo, en el fondo del mar, en la verdad y música del árbol, y su fuerza y amores, en lo alto del cielo, con sus familias de estrellas, -y en la unidad del universo, que encierra tantas cosas diferentes, y es todo uno, y reposa en la luz de la noche del trabajo productivo del día. Es hermoso, asomarse a un colgadizo, y ver vivir al mundo: verlo nacer, crecer, cambiar, mejorar, y aprender en esa majestad continua el gusto de la verdad, y el desdén de la riqueza y la soberbia a que se sacrifica, y lo sacrifica todo, la gente inferior e inútil. Es como la elegancia, mi María, que está en el buen gusto, y no en el costo. La elegancia del vestido, -la grande y verdadera, -está en la altivez y fortaleza del alma. Un alma honrada, inteligente y libre, da al cuerpo más elegancia, y más poderío a la mujer, que las modas más ricas de las tiendas. Mucha tienda, poca alma. Quien tiene mucho adentro, necesita poco afuera. Quien lleva mucho afuera, tiene poco adentro, y quiere disimular lo poco. Quien siente su belleza, la belleza interior, no busca afuera belleza prestada: se sabe hermosa, y la belleza echa luz. Procurará mostrarse alegre, y agradable a los ojos, porque es deber humano causar placer en vez de pena, y quien conoce la belleza la respeta y cuida en los demás y en sí. Pero no pondrá en un jarrón de China un jazmín: pondrá el jazmín, solo y ligero, en un cristal de agua clara. Esa es la elegancia verdadera: que el vaso no sea más que la flor. -Y esa naturalidad, y verdadero modo de vivir, con piedad para los vanos y pomposos, se aprende con encanto en la historia de las criaturas de la tierra.
(…) Pasa, callada, por entre la gente vanidosa. Tu alma es tu seda. Envuelve a tu madre, y mímala, porque es grande honor haber venido de esa mujer al mundo. Que cuando mires dentro de ti, y de lo que haces, te encuentres como la tierra por la mañana, bañada de luz. Siéntete limpia y ligera, como la luzDeja a otras el mundo frívolo: tú vales más. Sonríe, y pasa. Y si no me vuelves a ver, haz como el chiquitín cuando el entierro de Frank Sorzano: pon un libro, -el libro que te pido, -sobre la sepultura. O sobre tu pecho, porque ahí estaré enterrado yo si muero donde no lo sepan los hombres. -Trabaja. Un beso. Y espérame.
Tu
J. Martí
Cabo Haitiano, 9 de abril, 1895.

Tomado del blog La isla desconocida

Visitando a Martha

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Irrumpir en el taller o estudio de un artista, sin previo aviso, puede ser un acto desafortunado. Sin proponértelo puedes tronchar una idea, mandar a volar  un gesto que hubiera podido ser el principio de un camino prometedor,  el final feliz de la persecución de una imagen, una palabra, el hallazgo del hilo que trajera a tierra lo que tantas noches se ha entrevisto.

Una tarde cualquiera, a sabiendas del riesgo, quise conocer a la artista de la plástica Martha Jiménez en el lugar donde crea, después de disfrutar las criaturas (La Chismosa, el vendedor de agua, el lector de periódico, la pareja de enamorados), vecinos o transeúntes, que sedujeron su pupila y sus manos y quedaron para siempre en la Plaza del Carmen de la ciudad de Camagüey, donde esta artista habita, funda, enseña.

Pero Martha es una mujer inteligente. Antes de que uno pueda acceder a sus predios debe pasar por varias habitaciones donde se exponen sus obras. Y allí quedas varado, entre sus creaciones, desentrañando los símbolos con los que nos habla de la identidad, la nación, de las mujeres y sus batallas cotidianas, pequeñas y trascendentales, todo a un tiempo.

Encuentras lienzos que corresponden a las diversas series que ha preparado, entre ellas “Anhelos” o “Mujeres que vuelan”, donde las mujeres rotundas, gruesas, de amplias caderas, soñadoras y con los pies puestos sobre la tierra, son el principio y fin de su discurso expresivo. Al mismo tiempo aparecen otros objetos, puntos clave de sus reflexiones, como las máquinas de coser, los botes y los remos, que nos hablan de las búsquedas, de los caminos que escogemos para ser, del destino apenas entrevisto que nos aguarda.

En las salas expositivas conviven también sus creaciones en cerámica esmaltada, en barro, que vuelven sobre los mismos temas y otros, relacionadas con el lugar de la mujer, desde el que mira y crea, con la nación, con otros textos como los poemas de José Martí.

Y ya casi al final de la casona, se encuentra Martha, entre un amasijo de tubos de pintura, lienzos, cartulinas, libros. También está la mecedora donde debe sentarse para pensar, para mirar desde la distancia algún nacimiento, para descansar de los rigores que impone la creación.

El estudio se abre al patio de diseño colonial, donde cohabitan sin complejos el añejo tinajón, símbolo de una ciudad, y una de sus mujeres que tiene en la mano una jaula donde está encerrada otra mujer, como queriendo decirnos que los enclaustramientos no siempre vienen de los otros, de sus imposiciones y creencias. Pero Martha no nos responderá la pregunta, dejará que nosotros solos busquemos la respuesta.

Sobre salvajes

Hoy le dedico mi espacio a la poesía, siempre presente en mis días y mis noches, a lo largo de todo el camino recorrido hasta hoy.

El amigo Alpidio Alonso me ha presentado así al poeta venezolano Gustavo Pereira: «Nacido en Punta de Piedra, Isla de Margarita, en 1940, Gustavo Pereira cultiva también la crítica y el ensayo. Autor de más de treinta títulos desde que en 1964 publicara su primer poemario Preparativos del viaje, ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Joven Poesía de las Universidades Nacionales 1965, el Premio Municipal de Poesía de Caracas 1988, el Premio Fundarte de Poesía 1993, el Premio de la XII Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre 1997, el Premio Nacional de Literatura de Venezuela 2001 y el Premio Víctor Valera Mora 2011. Tanto su poesía como el resto de su labor intelectual dan cuenta de un profundo compromiso con la causa y el destino de los más humildes, esos “seres invisibles” cuya voz esperanzada encuentra un sitio de genuina expresión artística en su obra.»

Acá les dejo uno de los primeros poemas suyos que he leído y el que más me ha gustado.

SOBRE SALVAJES

Los pemones de la Gran Sabana llaman al rocío Chirïké-yeetakuú,

que significa Saliva de las Estrellas; a las lágrimas Enú-parupué,

que quiere decir Guarapo de los Ojos, y al corazón Yewán-enapué:

Semilla del Vientre. Los waraos del delta del Orinoco dicen Mejo-

koji (El Sol del Pecho) para nombrar al alma. Para decir amigo di-

cen Ma-jokaraisa: Mi Otro Corazón. Y para decir olvidar dicen

Emonikitane, que quiere decir Perdonar.

Los muy tontos no saben lo que dicen

Para decir tierra dicen madre

Para decir madre dicen ternura

Para decir ternura dicen entrega

Tienen tal confusión de sentimientos

que con toda razón

las buenas gentes que somos

les llamamos salvajes.

Fabio Morábito no me decepciona

Andando y andando me tocó encontrarme con el escritor mexicano Fabio Morábito. Ya había escuchado hablar maravillas sobre su obra pero no me había tropezado con ningún texto suyo. Debo confesar que tantos parabienes me daban suspicacia, porque muchas veces las obras más elogiadas dentro del panorama editorial cubano, sobre todo las de poesía y algunos libros de cuentos,  no me han dicho nada, ni siquiera me han parado un pelo, ni un estornudo me han provocado. Y por eso me mantenía así, un poco distante, un poco incrédula, sospechando de la buena escritura de este señor.  Creo que también me estaba protegiendo, cuidándome de la decepción,  de la tristeza que da no poder entablar un diálogo con determinado autor, que lo veas esforzándose con estructuras audaces, con palabras quiméricas, desbordando «sabiduría» y una así, impasible, esperando que  en algún momento te diga algo realmente importante para ti, algo que de repente te provoque un ligero mareo y te de una alegría de esas que duran días,  que hacen que determinadas frases, paisajes, situaciones vayan caminando contigo por toda la ciudad.

Resulta que con Fabio la sospecha era infundada. Me ha ganado con un solo texto, y en ocasiones esto es suficiente. Su relato Las llaves ha sido la mejor apertura para el camino que voy a recorrer persiguiendo sus palabras. Después de leerlo me ha sucedido lo que muchas otras veces, que ya les he contado, me he sentido bien, feliz por el hallazgo, por poder leer de la vida, de la cotidiana, de la que nos toca a todos. Fabio logra con aparente facilidad la captura lúcida de un momento en la vida de alguien. Y desmiente una vez más que la literatura se trate solo de lo excepcional.

Acá les dejo Las llaves de Fabio,  que nació en Alejandría, con adolescencia en Milán y traspaso definitivo a México. Ha escrito los libros La lenta furia y Grieta de fatiga. El relato que les regalo hoy pertenece a La vida ordenada. Todos ellos ausente de mis predios pero que algún día no muy lejano espero hojear.

Por último he encontrado que ha ha dicho en una entrevista que desconfía de los escritores que tienen claro lo que van a decir. En consonancia con él soy de las que cree que la magia está en ir construyendo la madeja, en darle a las palabras el espacio para que se anuden según su libre albedrío. ¿ Entienden por qué este señor ya me cae tan bien?. Espero disfruten sus palabras.

Las llaves

Seguramente además de los hermanos de Lisa había venido la tribu de sus primos y mi casa debía de estar llena de niños. Cambié de idea y en lugar de meter el auto en la cochera lo estacioné en la calle, porque presentía que iba a tener un enésimo roce con Lisa después de nuestra pelea de la mañana.

Cuando entré, Rocío, la esposa de Javier, uno de los hermanos de Lisa, estaba saliendo de la cocina con un pastel que depositó, al lado de otro y de varias bandejas de galletas, en la mesa del comedor. Mi suegra estaba sentada en el sillón de terciopelo, rodeada por los primos y hermanos de mi mujer. Le di su abrazo de cumpleaños, que resultó ser un simple apretón de hombros porque le pedí que no se levantara, y después de saludar a mis cuñados me paré un momento junto al ventanal que daba al jardín para ver la turba de niños que jugaban alrededor del columpio y la resbaladilla. Entré en la cocina, donde se habían reunido las mujeres, y las saludé a todas de beso, sin exceptuar a Lisa, que apartó la cara para no besarme, algo que nunca había hecho frente a los demás. Me ruboricé y las voces bajaron por un momento de intensidad. Por suerte Graciela, su hermana menor, salió en mi ayuda, preguntándome por qué llegaba tan tarde. Le contesté que había estado arreglando los libros en mi nuevo estudio, que consistía en un cuarto con cocineta y baño donde apenas cabía. “A ver cuándo lo conocemos”, dijo ella, y el bullicio volvió a llenar la cocina y dejé de ser el centro de las miradas. Miré agradecido a Graciela, a quien había juzgado débil y subyugada por sus hermanos, y salí de la cocina para tomarme un whisky.

En la sala, para no participar en la plática de mis cuñados, me dediqué a preparar unos tragos a los que tenían su vaso vacío. Me gusta servir las bebidas, tanto que mi suegro decía que debería haber sido barman. Hasta cuando sirve, Lisa no puede dejar de dar órdenes. Le gusta estar en el centro de una pequeña multitud y decirle a cada cual lo que tiene que hacer, y siempre he sospechado que sus cuñadas no la soportan.

Llegó el momento de encender las velitas del pastel y los niños entraron ruidosamente para cantar Las mañanitas. Grandes y pequeños, todos de pie, hicimos una rueda en torno a la mesa del comedor, en cuya cabecera, frente al pastel, se sentó mi suegra. Alguien apagó las luces y cuando empezamos a cantar, mi suegra, que tenía menos de un año de viuda, no aguantó las lágrimas y Lisa le prestó un pañuelo para que se secara los ojos. Luego los niños la ayudaron a soplar sobre las velas y todos aplaudimos. Mientras comía mi rebanada de pastel, vi que Graciela estaba sentada un poco aparte. Iba a acercarme para hacerle compañía cuando Fernando me preguntó si había terminado de arreglar el estudio. –Casi terminé de acomodar los libros –dije.

–¡Su mundito! –subrayó Lisa con tono acre y todos me miraron, tal vez temiendo que fuera a contestarle. Pero me quedé callado y Raúl, uno de los primos de mi mujer, que en las reuniones nunca soltaba la mano de su novia, me preguntó si el alquiler era caro. Le dije cuánto iba a pagar y a todos les pareció una ganga. “Es una cosa de nada, apenas quepo yo y mis libros”, dije. “¿Y tú para qué quieres un estudio?”, le preguntó a Raúl su novia. “No he dicho que quiero uno, solo preguntaba”, replicó él un poco molesto. La esposa de Luis, Adela, que traía uno de esos formidables escotes que tenían el poder de sacar de quicio a mi mujer, dijo que ella se opondría a que su esposo alquilara un cuarto o un estudio, porque era como ofrecerle una oportunidad en bandeja de plata para que tuviera aventuras con otras, a lo que Raimundo, otro primo de Lisa, replicó: “¡Ustedes las mujeres siempre piensan que las van a engañar a la primera ocasión!”.

Graciela me miró, yo la miré y nos sonreímos. Fernando se dio cuenta, volteó extrañado hacia Graciela y después me miró a mí, lo que me obligó, para aparentar naturalidad, a decir lo primero que me vino a la mente:

–A veces un nuevo espacio es saludable, nos renueva por dentro y nos da energía.

Lisa no dejó pasar la oportunidad para hundir mi destemplado comentario:

–¿Cuál energía? Hablas como si fueras Picasso. ¡Cómo si no supiera que vas a tu estudio a mirar revistas pornográficas!

Casi todos bajaron la vista y durante unos segundos solo se oyeron las voces de los niños que jugaban en el jardín. Me levanté, dejé mi plato sobre la mesa y después de limpiarme los labios con la servilleta y dejarla en el plato, murmuré un tenue “Con permiso” y me dirigí a la puerta. La abrí, salí a la calle sin preocuparme por cerrarla y caminé hasta el coche. Agradecí no haberme quitado el saco, porque traía las llaves del coche en uno de los bolsillos. Cuando cerré la puerta y prendí el motor, me sentía todavía transportado por el impulso que me había hecho levantarme de la silla, como si se hubiera tratado de un único movimiento armonioso desde la silla de mi casa hasta el asiento del coche y después, mientras manejaba en la blanda circulación del domingo por la tarde, tuve la sensación de que todo había sido demasiado fácil y que una pequeña falla minaba la sólida coherencia de mi gesto. Llegué frente a un cine, donde unos coches buscaban estacionarse en los lugares dejados por los que iban saliendo. No había pensado en ver una película, pero frente a mí se desocupó un lugar y casi por instinto aproveché el golpe de suerte y me estacioné. Sigue leyendo

Continuidad de los parques

 

El parque de H y 21, en el medio del Vedado, ha sido desde mis tiempos de universitaria uno de mis lugares felices. Cualquiera de sus esquinas, de sus bancos eran propicios para leer, sentarse a conversar, tenderse sobre la hierba y mirar sin ver hacia arriba, hacia la copa de los árboles, hacia un punto lejano que sólo tú veías encima de tu cabeza.

Su glorieta en forma de bohío taíno abrigó muchos encuentros guitarreros de toda la tropa trovadicta de la facultad, nos resguardó del sol y del tedio de clases que se interrumpieron porque era mejor estar allí, que prisioneros entre cuatro paredes.

Por sus veredas, sobre su césped se han perdido cientos de pasos de distinto tamaño, niños que aprenden a caminar o a montar bicicleta, abuelos que retan a la vida haciendo ejercicios bien temprano en la mañana, enamorados, amantes, esposos que bajo sus árboles se entregaron el amor sin recato, hormigas bajando y subiendo de los nudosos árboles, cayendo desde las ramas sobre los cuerpos de los amantes del parque.

Bajo la ceiba desde siempre han habitado las ofrendas traídas desde cualquier lugar cercano, con la noche como seguro resguardo, para las deidades de los panteones que apuntalan la fe de muchos cubanos.

La ciudad palpita a otro ritmo en esta dirección, el aire huele distinto, la vida corrige su ritmo y no se lanza despavorida a gastarse, se da su tiempo, toma un respiro.

Pero el parque de H y 21, o el Víctor Hugo, como ha quedado oficializado, ya no existe. Al menos el que yo conocí. Se ha ido, ha desaparecido y a nadie le importa. La hierba, antes bajita y buena para correr o para acostarse, ahora se eleva hacia el cielo sin complejos. Un niño pequeño puede esconderse entre ella, jugar a ser atrapado. Los desperdicios aparecen desperdigados en cualquier parte, a falta de cestos hemos preferido tirarlos en cualquier parte. A falta de cuidador el parque fenece bajo la mirada impasible de los vecinos, de las autoridades competentes, de los que solíamos visitarlo.

Un parque es un lugar de magias, pero si no nos apuramos el de H y 21 quedará prontamente vencido, dispuesto a presentar fecha de caducidad para todos los sueños que en él se tejen.