Misterio

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Hace unos día amaneció una berenjena al pie de la escalera de mi casa. No supe si su presencia allí, agazapada entre la pared y el primer escalón, respondía que se había caído de la jaba de alguien o era obra de esas dádivas a las distintas deidades sobre las que se sostiene el imaginario popular.

Esa berenjena era el misterio, la puerta a un mundo apenas avistado, del que solo me llegan referencias por lecturas, por prácticas simbólicas que me he tropezado a los pies de las ceibas o de las palmas reales, aquí, en medio de la ciudad. Casi siempre en la mañana estos árboles amanecen con sus ofrendas varias, puestas allí con fervor, con la certeza de que cumplirán su cometido, de que traerán las respuestas a las plegarias.

Una berenejena trasmutada en símbolo de una fuerza recóndita, llena de distintos deseos y esperanzas.

Nunca sabré de los deseos que abrigó. Allí estuvo su piel violeta, ya no la encontré.

Al mismo tiempo parecía una de las pinturas de Arturo Montoto; una instalación que el artista había dejado preparada para venir a pintar luego, cuando el trasiego del día fuera decayendo y nadie pudiera interrumpir el momento en que convierte en arte la posible relación entre elementos extraños: las frutas y la ciudad.

Parecía una obra suya salida del lienzo por los  peldaños, los quicios, los rincones de escaleras, las paredes engañosamente insolidarias que el pintor casi siempre eterniza en su obra, en el afán de unir las partes de un todo dispersas y lejanas.

 

De cuando Benedicto XVI estuvo en Cuba o la vida misma

Estuve en Santiago de Cuba viviendo in situ la visita de Benedicto XVI, el segundo Papa que visita este chispazo de tierra en el mar, y lo que vi allí, así como lo ocurrido en la Habana, más que la liturgia, que el colorido de las sotanas, que el rito, que la aglomeración, que si la Iglesia debe existir o no, me sorprendió el sentimiento dibujado en los rostros de las personas, los gestos de los cuerpos, los caminos que abrieron las manos. Pero yo no podría ponerlo en palabras, apenas alcanzo a vislumbrarlo. Por eso dejo que Cintio Vitier nos lo explique.

Lo que mejor nos identifica, nuestra más creadora identidad, no puede ser únicamente un catálogo de «logros», de realizaciones, de paradigmas. La identidad está más cerca de la utopía que de la consagración. La  identidad no es un hecho consumado.

Ese es el proyecto: una luz desconocida. Allí podemos estrenar todos los días una décima de El Cucalambé y un pensamiento de Sócrates, la intensidad reminiscente de una danza de Lecuona y … lo que gustéis, Las raíces, en lo oscuro. La flor, inesperada. El fruto, quién sabe hasta dónde. El tambor batá dialoga con la guitarra de mi hijo, y eso es  algo más que mestizaje, algo más que sincretismo, cajitas conceptuales cuyo contenido se está agotando: eso es identidad como espiral, como esperanza. Saquemos al país de ese teatro en que todos somos extranjeros, de la vergüenza del falso guateque, del museo en que hasta el goterón sobre la hojaza de la mañana ocupa una tarjeta.

Que no se pierda eso que Lezama llamó «lo maravilloso natural» donde sobrenada la cultura, el diálogo riente de los dioses y con ellos. No definir: iluminar. Y ser iluminados.

yo diría que nuestra identidad, religiosamente hablando, es de la loma, pero canta en el llano, y vuelve a la loma, y sólo se insinúa, es un secreto. Los secretos no se revelan, ni se entregan. Se defienden con la vida, porque son la vida misma.         

«La religión y la identidad cubana», de Cintio Vitier

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