Los lunes a la ciudad la secuestran de sí misma. La cancelan como la puerta del cuarto del loco que cada familia intenta esconder en vano. Y obedientemente va aletargada a dormirse temprano, con todos los deseos febriles puestos en espera, titilando en intermitentes fogonazos de luz hasta que, quizás en la madrugada en la que hace entrada el lujurioso martes, echen a andar nuevamente. El ladrón que venía a marcar algún cuello con su cuchillo pospuso el ultraje, ni siquiera el mismo entendió el temblor de su mano, la opresión que sintió en el pecho, ni siquiera la posibilidad del grito expandido por el silencio prematuro de la noche lo sedujo lo suficiente.
Mucho menos armoniza con las calles vacías el camino previsible de una mujer que va desnuda a ofrecer los ropajes con los que ha salido a la vida este día. Los árboles que el ligero aire bambolea apenas, callan, nada hablan a la luz mortecina de la noche segunda de la semana. Dos mujeres y un hombre entre alcohol y el lenguaje duro de las once de la noche intentan ponerle un sabor prohibido a este lunes agreste, pero lo único que consiguen es que algo bien adentro se empoce denso, sin desviaciones. No hay risas que expulsen de su trono al domador de la ciudad vestida de lunes. Voy a morirme un día así, tantos como hay en los calendarios venideros, y quizás nadie me extrañe demasiado.