Lunes

Los lunes a la ciudad la secuestran de sí misma. La cancelan como la puerta del cuarto del loco que cada familia intenta esconder en vano. Y obedientemente va aletargada a dormirse temprano, con todos los deseos febriles puestos en espera, titilando en intermitentes fogonazos de luz hasta que, quizás en la madrugada en la que hace entrada el lujurioso martes, echen a andar nuevamente. El ladrón que venía a marcar algún cuello con su cuchillo pospuso el ultraje, ni siquiera el mismo entendió el temblor de su mano, la opresión que sintió en el pecho, ni siquiera la posibilidad del grito expandido por el silencio prematuro de la noche lo sedujo lo suficiente.

Mucho menos armoniza con las calles vacías el camino previsible de una mujer que va desnuda a ofrecer los ropajes con los que ha salido a la vida este día. Los árboles que el ligero aire bambolea apenas, callan, nada hablan a la luz mortecina de la noche segunda de la semana. Dos mujeres y un hombre entre alcohol y el lenguaje duro de las once de la noche intentan ponerle un sabor prohibido a este lunes agreste, pero lo único que consiguen es que algo bien adentro se empoce denso, sin desviaciones. No hay risas que expulsen de su trono al domador de la ciudad vestida de lunes. Voy a morirme un día así, tantos como hay en los calendarios venideros, y quizás nadie me extrañe demasiado.

Vida

Una casa es mi casa cuando los libros van apareciendo por los rincones. Existe un tiempo en que la confianza tiene que fructificar. Las paredes, las cosas, los muebles, los cuadros, el asomarme a la ventana, tienen que ir tomando esa temperatura confiable, a partir de la que ya te atreves a mirarlas sin sospecha y hasta acariciarlas. Ya no son extrañas, el tiempo de la duda ha pasado. Llega de pronto una certeza: voy a permanecer en estas coordenadas un rato lo suficientemente largo como para definir este espacio como mi hogar. Y es entonces cuando van llegando junto al polvo, los amigos, el olor de los nuevos alimentos,  los demás inquilinos: los libros. Y la vida se funda un día que va a ir perdiendo su color en el calendario.

 

 

Los calendarios mienten

 

Los calendarios a veces son crueles sin necesidad. Ayer dijeron que otra vez Cortázar se nos había muerto, como si eso pudiera ser posible. Ese hombre debe andar jugando por algún lugar, acariciando un gato escurridizo, ensayando un solo de trompeta que deje mudo a su querido Louis Armstrong, escribiendo, proponiendo el caos, la desobediencia frente a los estamentos de los aburridos, de los que no se arriesgan, de los que prefieren las cosas grises, fáciles, inamovibles. Pero nunca muerto, eso no.

Cómo yo no voy a esperar encontrármelo desandando su querida Habana, del brazo del inconmensurable Lezama, dejando palabras que han signado la vida de las personas que hemos venido después a encontrar sus huellas por esta parte del mundo. O paseando por París, provocando sobresaltos en los jóvenes escritores, de tal magnitud, que deje tras su paso libros enteros dedicados a ese recuerdo.

Los calendarios pueden mentir. Ya lo vemos. Cortázar anda por ahí y  de puro distraído no ha podido enmendar semejante error. Cómo si le importara. Seguramente se dobla de la risa porque lo creemos fantasma. Dirá que no ha podido planearlo mejor, que ni en uno de sus cuentos ha podido imaginarse una aventura semejante.

Es otro el que se ha muerto. Uno que tenía su mismo nombre, su misma estatura, la manera de ladear la cabeza y de mirar al mundo como un misterio extraño y fascinante a un tiempo, digno de ser develado.

No puede morir quien dejó escrito algo como esto:

«Cronopios de la tierra americana, muestren sin vacilar la hilacha. Abran las puertas como las abren los elefantes distraídos, ahoguen en ríos de carcajadas toda tentativa de discurso académico, de estatuto con artículos de I a XXX, de organización pacificadora. Háganse odiar minuciosamente por los cerrajeros, echen toneladas de azúcar en las salinas del llanto y estropeen todas las azucareras de la complacencia con el puñadito subrepticio de la sal parricida. El mundo será de los cronopios o no será, aunque me cueste decirlo porque nada me parece más desagradable que saludarlos hoy cuando en realidad me resultan profundamente sospechosos, corrosivos y agitados. Por todo lo cual aquí va un gran abrazo, como le dijo el pulpo a su inminente almuerzo».