Escribir por defensa propia

Alberto Guerra, escritor cubano

 

 «¿Por qué escribo? Creo que es por defensa propia»

 por Silvina Friera

El cubano melancólico camina sin urgencia. Las calles de esta ciudad donde nació son como las páginas de un libro que sabe de memoria. Las horas se ovillan en las nubes del atardecer, como si el cielo de La Habana estuviera lleno de antepasados dormidos. Alberto Guerra Naranjo, autor de La soledad del tiempo, pronto se definirá como un “simple escritor cubano”. Pero antes, en la sede de Casa de las Américas, junto a los integrantes del jurado de novela, derrochará ingenio, gracia, picardía.

“¿Por qué escribo? ¿Por qué narro? Creo que es por defensa propia. Tengo un estereotipo que, por mucho que insisto, no da narrador. Da basquetbolista en retiro, boxeador en retiro, integrante de la Charanga Habanera; ¡a veces hasta me confunden con David Calzado! A las mujeres se les hace agua la boca cuando llego a una fiesta, y no sé bailar. Por lo tanto, en el plano interno, narro para justificar mi existencia; es como decirles: ‘Existo, tengo otra cualidad por ahí guardadita y me hace falta mostrarla’”.

Todos están muertos de risa. Si un cineasta hubiera estado presente, habría filmado la escena de una comedia que se desmadra. El poeta ecuatoriano Fernando Balseca se pone de pie y exclama: “¡Alberto, vas a Quito!”. De pronto, varios se pelean por invitar al cubano melancólico, al basquetbolista o boxeador en retiro, al hombre que se parece al líder de la Charanga, a distintas ferias de libros y festivales literarios. Guerra está en su salsa. Aunque no sepa bailar, se defiende.

El personaje Guerra, la figura de un escritor incómodo, no debe confundirse con las criaturas de La soledad del tiempo, tres escritores ―M. G., J. L. y Sergio Navarro― que buscan su lugar en el mundo de la literatura cubana, después de la caída del Muro de Berlín y el colapso del campo socialista. Aunque el “mesías” Sergio Navarro, por momentos, parezca su alter ego. “Una buena novela no se hace solamente de hábitos y costumbres ―dice Sergio Navarro―. Más que costumbrismo, más que caricatura, necesito alcanzar las esencias. Las historias que pienso escribir no serán nuevos bodrios para las letras nacionales. De tantas malas páginas y de tantos escritores ridículos el lector se cansa. Mi novela debe ser mi sangre y mi paz. Ah, Walter Benjamin, qué claro estabas, no es la forma ni el contenido lo que importa, es la sustancia, solo la sustancia”.

Cuando Alberto comenzó a escribir, lo hizo para tocar los asuntos que no sentía bien tocados o que no lo estaban en el panorama literario de la isla. “Recuerdo que pasaba horas analizando cuentos escritos por colegas y luego los comparaba con los clásicos para arribar a la conclusión de que algo faltaba en muchos. A veces era magia, fantasía, borrar el límite que distancia el mundo mágico del mundo físico, como diría Ernesto Sabato; otras era falta de hondura y riesgo. En fin, que me preocupé de cubrir zonas en donde pensé que podría ser novedoso, apuntalador de un cambio aunque fuera pequeño, aunque solo lo notara yo mismo. Me veo veinte años atrás de madrugada, leyendo en mi balcón con un blog de notas al alcance de mi mano”, cuenta el narrador cubano en la entrevista con Página/12.

“Escribir para mí es algo más que divertirme”, dice Sergio Navarro en La soledad del tiempo, una novela que después de leerla deja latente un puñado de preguntas: qué es ser un escritor negro en Cuba hoy y qué tipo de intervención implica ese “más” que divertirse.

―Infiero que nos has hecho la misma pregunta a los dos: por un lado al Sergio Navarro, personaje de La soledad del tiempo, y por otro a la persona Alberto Guerra Naranjo, autor de esa novela. Pudiera parecer que somos los mismos, pero no somos los mismos. Así que preferiría no responder por Sergio Navarro, sino hacerlo como autor. A Sergio habrá que preguntarle después (risas). Escribir ficciones para mí, además de divertirme y de agobiarme, es un acto de entera responsabilidad, sobre todo cuando noto que con mi escritura interactúo con otras personas, los lectores, quienes me advierten del grado de responsabilidad que representa escribir y publicar mis ficciones, cuando me hacen saber que me han leído y que les ha resultado interesante mi propuesta.

»Por otra parte, ser un escritor negro en Cuba hoy, a mi juicio, es un hecho doblemente responsable, una necesidad de interpretar la realidad de las cosas sin caer en trampas ni en estereotipos, un compromiso con aquella zona cultural de donde provengo y donde no suelen abundar los escritores negros, ni en Cuba ni en ninguna parte».

Quizá lo más incómodo de la novela reside en colocar en un plano de igualdad absoluta a escritores que intentan ganarse un espacio dentro de la literatura cubana, con pobres diablos o buscavidas, ¿no? Es muy persistente la imagen de Sergio Navarro pedaleando y sudando, contra la corriente, por la ciudad.

―Ese Sergio Navarro en constante pedaleo por la ciudad, sudoroso y desafiante, somos todos o casi todos los cubanos, escritores o no, artistas o no, nacidos después de 1959, y con más de veinticinco o treinta años a partir de los años noventa. Al desbancarse el campo socialista, Cuba y los cubanos caímos en una crisis total, justo cuando mi generación literaria salía al ruedo; entonces los trámites que debimos hacer normalmente en guaguas o colectivos, tuvimos que hacerlos en bicicletas. Las comidas que debimos tener en nuestras mesas nunca estuvieron y los sueños coherentes de juventud tuvimos necesidad de forjarlos en condiciones muy difíciles, que son realmente las condiciones en las que mejor se conocen a los seres humanos.

»La soledad del tiempo como novela relata ese estado de ánimo a través de tres personajes que asumen diferentes determinaciones ante el mismo conflicto: Sergio Navarro prefiere dedicarse en cuerpo y alma a la literatura, debe ser por eso que lo ves pedaleando contra la corriente; J. L. apuesta por el bajo mundo moral, y M. G. elige el mercadeo y la trampa o sea, el mismo bajo mundo moral, pero con cuello blanco».

“Diferenciarse, esa es la palabra, los jóvenes en todos los tiempos tienen derecho a sentirse el ombligo del mundo, aunque sean su chancleta… Un escritor joven necesita acomodar la historia literaria a su manera”, se lee en La soledad del tiempo. ¿De qué querían diferenciarse Alberto Guerra Naranjo y la generación de “novísimos escritores cubanos”?

―En una secuencia de Memorias del subdesarrollo, la excelente película del cubano Tomás Gutiérrez Alea (Titón), en la Casa de las Américas, un grupo de intelectuales debate acerca del problema fundamental de nuestra época; algunos dicen que el conflicto central era entre el campo socialista y el capitalista, y otros que entre el imperialismo y las antiguas colonias, pero ninguno excepto el director del filme se detiene en el conflicto existencial del hombre contemporáneo. Creo que esa línea trazada por Titón la continuamos nosotros, más de veinte años después, como generación literaria. Los novísimos escritores cubanos, sin obviar aquellos temas catedráticos o académicos o globales, preferimos centrarnos en el hombre concreto y sus conflictos concretos, en la ciudad concreta. Por ahí creo que andaban nuestras diferencias. Sigue leyendo

Yunier Riquenes: “La escritura me domina”

Yunier Riquenes, joven escritor santiaguero

Yunier Riquenes, joven escritor santiaguero

Yunier Riquenes es un joven escritor. Desde Santiago de Cuba ha lanzado al mundo sus historias, sus personajes y su poesía sin creer mucho en el fatalismo geográfico que podría significar producir alejado del circuito capitalino donde se ubican las más importantes editoriales.

Todavía no cumple los treinta años, pero este detalle no ha sido óbice para que asuma el hecho de escribir con toda su carga de horror y belleza.  Suyos son los libros de cuentos, La llama en la boca, Quién cuidará los perros, Lo que me ha dado la noche; las novelas, Los cuernos de la luna y La edad de las ataduras y el volumen de poesías Claustrofobias.

Más allá de los premios que sus libros han recibido Yunier Riquenes se concentra en robarle cualquier pedacito al tiempo para leer o escribir, dos acciones que en él se difuminan y complementan, que le son vitales, casi como respirar.

Por varios años fuiste uno de los especialistas más destacados del Centro de Promoción Literaria José Soler Puig. En estos momentos asumes la dirección de Ediciones Caserón de la UNEAC en Santiago de Cuba, ¿cómo es tu labor en este sentido? ¿Qué cuota de riesgo y curiosidad es recomendable asumir en este tipo de labor, sobre todo en cuanto a la publicación de los autores más jóvenes?

Recuerda que Ediciones Caserón no es mi editorial. Responde a una institución, responde a intereses de otras personas y debo respetar también el criterio de las personas que me rodean, que trabajan también por sus sueños y compromisos. Si pudiera hacer la editorial de mis sueños trabajaría con Fefi Quintana (editora de Gente Nueva). La soñamos juntos en Venezuela.

Si tuviera mi editorial me arriesgaría, aunque quiebre. Haría libros de muchos contenidos, pero tendría mi colección de clásicos cubanos y universales, mi colección para los escritores noveles. Me arriesgaría, claro que sí.

Apostaría por algunos autores y títulos. Y muy importante, estaría pensando en el público lector, en la campaña promocional que esto conlleva. Una campaña con cada libro y autor, una campaña real.

Recuerda que los riesgos se corren por la calidad, tú apuestas en la carrera por el caballo que mejores condiciones tenga, no por el caballo más joven. Así es la escritura. Unas veces juventud; otras, maña.

Sí creo que hay en este momento gran diversidad en la literatura cubana hecha por los más jóvenes. Y estamos publicando bastante. Muchas veces en pequeñas editoriales, pero ahí están los libros. Hay de todo, de todo tipo, bueno y espantoso.

Afirman los conocedores que la poesía es un género pródigo ahora mismo en Cuba. Este hecho puede responder a factores de diversa índole, entre los que pudiera estar cierta relajación del rigor con el que se evalúan los libros que salen a la luz, ¿cuáles serían tus apreciaciones al respecto? 

¿Por dónde va la poesía? Yo tampoco lo sé. Me pregunto si se ha relajado tanto el rigor del escritor, de los jurados, editores y periodistas. A veces encuentro un buen poema, mi buen poema. ¿Pero quién soy yo? Hay otros que publican y critican y hablan de la mala poesía en los espacios puntuales. Poemas que no dicen nada, concatenaciones de palabras, referencias vanas, antologías personales. Por cierto, también son poetas y sus libros están allí, los veo empolvándose en la librería. Miro bien para saber de la buena poesía y tiro el libro. Yo  he encontrado libros de poesía que me divierten, que disfruto.

Entra a cualquier librería y verás cuánta poesía: tradicional, experimental, etc. Pobre poesía, ahora todos le dan duro y con un palo.

Me dicen las libreras que los lectores cubanos siguen pidiendo novelas como Las honradas y Las impuras, por ejemplo, o Cecilia Valdés. Sigue leyendo

Fabio Morábito no me decepciona

Andando y andando me tocó encontrarme con el escritor mexicano Fabio Morábito. Ya había escuchado hablar maravillas sobre su obra pero no me había tropezado con ningún texto suyo. Debo confesar que tantos parabienes me daban suspicacia, porque muchas veces las obras más elogiadas dentro del panorama editorial cubano, sobre todo las de poesía y algunos libros de cuentos,  no me han dicho nada, ni siquiera me han parado un pelo, ni un estornudo me han provocado. Y por eso me mantenía así, un poco distante, un poco incrédula, sospechando de la buena escritura de este señor.  Creo que también me estaba protegiendo, cuidándome de la decepción,  de la tristeza que da no poder entablar un diálogo con determinado autor, que lo veas esforzándose con estructuras audaces, con palabras quiméricas, desbordando «sabiduría» y una así, impasible, esperando que  en algún momento te diga algo realmente importante para ti, algo que de repente te provoque un ligero mareo y te de una alegría de esas que duran días,  que hacen que determinadas frases, paisajes, situaciones vayan caminando contigo por toda la ciudad.

Resulta que con Fabio la sospecha era infundada. Me ha ganado con un solo texto, y en ocasiones esto es suficiente. Su relato Las llaves ha sido la mejor apertura para el camino que voy a recorrer persiguiendo sus palabras. Después de leerlo me ha sucedido lo que muchas otras veces, que ya les he contado, me he sentido bien, feliz por el hallazgo, por poder leer de la vida, de la cotidiana, de la que nos toca a todos. Fabio logra con aparente facilidad la captura lúcida de un momento en la vida de alguien. Y desmiente una vez más que la literatura se trate solo de lo excepcional.

Acá les dejo Las llaves de Fabio,  que nació en Alejandría, con adolescencia en Milán y traspaso definitivo a México. Ha escrito los libros La lenta furia y Grieta de fatiga. El relato que les regalo hoy pertenece a La vida ordenada. Todos ellos ausente de mis predios pero que algún día no muy lejano espero hojear.

Por último he encontrado que ha ha dicho en una entrevista que desconfía de los escritores que tienen claro lo que van a decir. En consonancia con él soy de las que cree que la magia está en ir construyendo la madeja, en darle a las palabras el espacio para que se anuden según su libre albedrío. ¿ Entienden por qué este señor ya me cae tan bien?. Espero disfruten sus palabras.

Las llaves

Seguramente además de los hermanos de Lisa había venido la tribu de sus primos y mi casa debía de estar llena de niños. Cambié de idea y en lugar de meter el auto en la cochera lo estacioné en la calle, porque presentía que iba a tener un enésimo roce con Lisa después de nuestra pelea de la mañana.

Cuando entré, Rocío, la esposa de Javier, uno de los hermanos de Lisa, estaba saliendo de la cocina con un pastel que depositó, al lado de otro y de varias bandejas de galletas, en la mesa del comedor. Mi suegra estaba sentada en el sillón de terciopelo, rodeada por los primos y hermanos de mi mujer. Le di su abrazo de cumpleaños, que resultó ser un simple apretón de hombros porque le pedí que no se levantara, y después de saludar a mis cuñados me paré un momento junto al ventanal que daba al jardín para ver la turba de niños que jugaban alrededor del columpio y la resbaladilla. Entré en la cocina, donde se habían reunido las mujeres, y las saludé a todas de beso, sin exceptuar a Lisa, que apartó la cara para no besarme, algo que nunca había hecho frente a los demás. Me ruboricé y las voces bajaron por un momento de intensidad. Por suerte Graciela, su hermana menor, salió en mi ayuda, preguntándome por qué llegaba tan tarde. Le contesté que había estado arreglando los libros en mi nuevo estudio, que consistía en un cuarto con cocineta y baño donde apenas cabía. “A ver cuándo lo conocemos”, dijo ella, y el bullicio volvió a llenar la cocina y dejé de ser el centro de las miradas. Miré agradecido a Graciela, a quien había juzgado débil y subyugada por sus hermanos, y salí de la cocina para tomarme un whisky.

En la sala, para no participar en la plática de mis cuñados, me dediqué a preparar unos tragos a los que tenían su vaso vacío. Me gusta servir las bebidas, tanto que mi suegro decía que debería haber sido barman. Hasta cuando sirve, Lisa no puede dejar de dar órdenes. Le gusta estar en el centro de una pequeña multitud y decirle a cada cual lo que tiene que hacer, y siempre he sospechado que sus cuñadas no la soportan.

Llegó el momento de encender las velitas del pastel y los niños entraron ruidosamente para cantar Las mañanitas. Grandes y pequeños, todos de pie, hicimos una rueda en torno a la mesa del comedor, en cuya cabecera, frente al pastel, se sentó mi suegra. Alguien apagó las luces y cuando empezamos a cantar, mi suegra, que tenía menos de un año de viuda, no aguantó las lágrimas y Lisa le prestó un pañuelo para que se secara los ojos. Luego los niños la ayudaron a soplar sobre las velas y todos aplaudimos. Mientras comía mi rebanada de pastel, vi que Graciela estaba sentada un poco aparte. Iba a acercarme para hacerle compañía cuando Fernando me preguntó si había terminado de arreglar el estudio. –Casi terminé de acomodar los libros –dije.

–¡Su mundito! –subrayó Lisa con tono acre y todos me miraron, tal vez temiendo que fuera a contestarle. Pero me quedé callado y Raúl, uno de los primos de mi mujer, que en las reuniones nunca soltaba la mano de su novia, me preguntó si el alquiler era caro. Le dije cuánto iba a pagar y a todos les pareció una ganga. “Es una cosa de nada, apenas quepo yo y mis libros”, dije. “¿Y tú para qué quieres un estudio?”, le preguntó a Raúl su novia. “No he dicho que quiero uno, solo preguntaba”, replicó él un poco molesto. La esposa de Luis, Adela, que traía uno de esos formidables escotes que tenían el poder de sacar de quicio a mi mujer, dijo que ella se opondría a que su esposo alquilara un cuarto o un estudio, porque era como ofrecerle una oportunidad en bandeja de plata para que tuviera aventuras con otras, a lo que Raimundo, otro primo de Lisa, replicó: “¡Ustedes las mujeres siempre piensan que las van a engañar a la primera ocasión!”.

Graciela me miró, yo la miré y nos sonreímos. Fernando se dio cuenta, volteó extrañado hacia Graciela y después me miró a mí, lo que me obligó, para aparentar naturalidad, a decir lo primero que me vino a la mente:

–A veces un nuevo espacio es saludable, nos renueva por dentro y nos da energía.

Lisa no dejó pasar la oportunidad para hundir mi destemplado comentario:

–¿Cuál energía? Hablas como si fueras Picasso. ¡Cómo si no supiera que vas a tu estudio a mirar revistas pornográficas!

Casi todos bajaron la vista y durante unos segundos solo se oyeron las voces de los niños que jugaban en el jardín. Me levanté, dejé mi plato sobre la mesa y después de limpiarme los labios con la servilleta y dejarla en el plato, murmuré un tenue “Con permiso” y me dirigí a la puerta. La abrí, salí a la calle sin preocuparme por cerrarla y caminé hasta el coche. Agradecí no haberme quitado el saco, porque traía las llaves del coche en uno de los bolsillos. Cuando cerré la puerta y prendí el motor, me sentía todavía transportado por el impulso que me había hecho levantarme de la silla, como si se hubiera tratado de un único movimiento armonioso desde la silla de mi casa hasta el asiento del coche y después, mientras manejaba en la blanda circulación del domingo por la tarde, tuve la sensación de que todo había sido demasiado fácil y que una pequeña falla minaba la sólida coherencia de mi gesto. Llegué frente a un cine, donde unos coches buscaban estacionarse en los lugares dejados por los que iban saliendo. No había pensado en ver una película, pero frente a mí se desocupó un lugar y casi por instinto aproveché el golpe de suerte y me estacioné. Sigue leyendo