Miguel Barnet escondió la arena en un reloj

Por Marilyn Bobes

Si algo he admirado siempre a Miguel Barnet es esa capacidad de convertir en poesía cada instante de su vida, por muy insignificante que parezca. Lo que podríamos llamar su “inspiración” parece inagotable.

Es muy poco el tiempo que media entre cada colección de sus poemas, de modo que en la última Feria del Libro, la editorial holguinera Ático presentó a los lectores el más reciente libro de este autor: Reloj de arena, un ejemplo innegable de cómo un autor dotado de sensibilidad y talento no necesita más que ojo acucioso e imaginación para transformar en literatura lo que le rodea.

Como bien afirma Eugenio Marrón en su breve pero exquisito prólogo, resalta en Barnet «una singularidad que bien puede ser tomada como santo y seña de su biografía en clave de poeta, al entender el desempeño de tal condición […] como el más hondo de los ríos en el cuerpo abierto de la vida».

Dos secciones tituladas Graffiti I y Grafitti II, además de una tercera que da título también al volumen, se regodean en constantes homenajes a escritores frecuentados, pero siempre interpretados de manera muy personal por el poeta, quien busca de ellos, más que una apoyatura formal o conceptual, una esencia que trasciende el referente para devenir particular apropiación, trascendiendo tanto lo temporal como lo espacial en el nuevo texto, siempre iluminador.

El procedimiento puede advertirse ya en el poema que da inicio al volumen, “Moscas”, bajo la advocación de Charles Bukowsky, peculiarísimo, tanto en su factura, como en el poder de sugerencia y la polisemia, que se desprende de ese futuro en el que los amantes tendrán «un jardín con una fuente de aguas iridiscentes» desde donde da rienda suelta a su erotismo.

Severo Sarduy o Juana Borrero son otros de los escritores utilizados por Barnet en estos primeros Grafittis, textos en que bien sea por la vía de la identificación o de la reinterpretación se consigue una suerte de reescritura dominada por una nostalgia que muy bien pudiera ser la del futuro, cuya referencia hizo alguna vez Ernesto Cardenal.

Si comparamos este con los numerosos cuadernos anteriores del autor, advertiremos que, sin perder la cualidad de su poder comunicativo, hay en Reloj de arena un tono mucho más enigmático.

El poeta se encuentra en un momento donde «todo es más real y más efímero, donde el deseo es un huésped lejano, donde el rostro de la noche aparece a diario como un fantasma» y no cuenta más que con un reloj de arena para conjurar sus paradojas y sus certezas.

Hay en este libro poemas antológicos, como el titulado “De todos los días” o el ya citado antes, pero no hay un solo texto en el que no sobresalga esa limpieza y ese poder de síntesis y captación que caracterizan toda la obra de Barnet.

Como bien afirma el autor: «se trata también de respirar en la roca más alta», fusionando toda la alta cultura universal y nacional con lo cotidiano, con las obsesiones interiores y las inquietudes socioculturales del escritor.

Las “Confesiones de Miguel Barnet” que sirven de colofón al volumen, constituyen sabias lecciones escritas con mano maestra. Ya se quieran considerar otro poema o simplemente prosa, la calidad artística de la escritura puede obviar las clasificaciones genéricas como siempre ha sucedido con toda la obra del creador de Biografía de un Cimarrón.

Mucha razón hay en esta conclusión: «El poeta es, al final, un resultado. Y nadie es tan original. Desandamos los días sobre las huellas de los demás. Y lo mejor es no mentir, después de todo nunca vamos a quedar bien con nadie, ni siquiera con nosotros mismos».

Después de tamaña lectura me he encontrado plena —como muy pocas veces me sucede— frente a un poeta que cumple con los presupuestos que, considero, deben estar presentes en cualquier obra literaria: la autenticidad. Y de nada valdría si ella no viene asociada, más que con el oficio, con ese raro don que la gente suele llamar talento.

(Tomado de Cubaliteraria)

«Moscas»

Para Charles Bukowsky

Este cuarto está lleno de moscas,

aquí no podemos quedarnos,

pero yo vi tus muslos pulposos

y pensé que era el momento

aun con las moscas y el olor a esencia dulzona

No solo era el momento sino que te abracé

para decirte algo que no ibas a entender

y me fumé un cigarro

porque tú solo veías moscas

Algún día será diferente

y no me sentiré culpable

Algún día no habrá moscas

y será como celebrar un cumpleaños

en un jardían con una fuente de aguas iridiscentes

Algún día no habrá moscas…

 

 

Óscar Wao quiere estar menos solo

Junot Díaz, escritor Junot Díaz es mitad dominicano y mitad norteamericano o es dos tercio lo uno y no lo otro, pero pensándolo bien eso no es lo importante. Lo verdaderamente revelador es que Junot Díaz nunca se ha olvidado de su pertenencia a la parte dominicana de esa isla bicéfala que está clavada en el Caribe.  Es escritor. Y ha escrito la novela La breve y maravillosa vida de Óscar Wao. Un libro que leí y perdí por culpa de la costumbre de extender los círculos de influencia de un libro. Como inaginarán nunca retornó a mis manos. Pero creo valió el esfuerzo con tal de que Óscar y su padre Junot o su hermano, fueran  conocidos. Aunque no lo digo en voz alta, pienso que más temprano que tarde me lo devolverán o en última instancia lo volveré a comprar (dos ejemplares) para mí y para un amigo que lo quiere leer. Extendiendo los círculos, ya ven.

Hace un rato vi un video en el que Junot hablaba precisamente de Óscar, el gordito nerd, virgen, loco por la ciencia ficción, fan número uno de Tolkien. Y me impresionó como logró condensar en una sola frase todo el universo que integra su novela, donde habita tanta gente, tanta historia, el Trujillato y su horror, Cuba, las relaciones familiares, el realismo mágico de estas tierras, la defensa de la identidad de género, y solo dijo: Óscar lo único que quiere es escapar de la soledad.   Así, tan limpio y tan claro.

Y mientras pensaba en esto que quería escribirles, recordé la frase de Junot y también un poema de Idea Vilariño, mi poesía de cabecera junto a la de Dulce María Loynaz. Vilariño escribió un día que murió una persona muy querida:

Uno siempre está solo

pero

a veces

está más solo

Tal vez Junot nunca leyó estos versos, pero Óscar sentía precisamente esto: la soledad eterna a la estamos confinados los humanos y lo único por lo que luchaba denodadamente, a su manera y con sus recursos,  era para estar menos solo, para construir un puente por el cual  caminar hasta encontrar alguna mano que le hiciera sentir  la soledad menos densa. De ahí los lazos con su madre, con su hermana, con su abuela, con la tierra dominicana y las maldiciones y conjuros que gravitan en su aire.

Pero esto lo supe después. Primero fue saber de la existencia de Junot Díaz, ganador del Pulitzer,  de Óscar Wao y su breve y maravillosa vida por medio de una reseña, de esas invitaciones francas que no te permiten dormir esa noche sin el libro que recomiendan, que aún cuando pasen  meses de andadura estéril por las librerías de la ciudad,  llegado el día de gracia, te brinque el corazón porque encontraste el libro y porque lo vas a leer.

Así debiera suceder siempre. Si no es un libro que un amigo te pone delante de los ojos, al menos que alguien, sobre todo los que debieran hacerlo por su trabajo y preparación te lo indique, sin circunloquios o tecnicismos porque de lo que se trata es de provocar, de azuzar la curiosidad, el apetito lector. Y así nutrirnos.

Artículos relacionados:

Reseña La maravillosa novela “breve” de Junot Díaz, publicada por La Ventana, portal informativo de la Casa de las Américas, institución que publicó la edición cubana de la obra.

Fabio Morábito no me decepciona

Andando y andando me tocó encontrarme con el escritor mexicano Fabio Morábito. Ya había escuchado hablar maravillas sobre su obra pero no me había tropezado con ningún texto suyo. Debo confesar que tantos parabienes me daban suspicacia, porque muchas veces las obras más elogiadas dentro del panorama editorial cubano, sobre todo las de poesía y algunos libros de cuentos,  no me han dicho nada, ni siquiera me han parado un pelo, ni un estornudo me han provocado. Y por eso me mantenía así, un poco distante, un poco incrédula, sospechando de la buena escritura de este señor.  Creo que también me estaba protegiendo, cuidándome de la decepción,  de la tristeza que da no poder entablar un diálogo con determinado autor, que lo veas esforzándose con estructuras audaces, con palabras quiméricas, desbordando «sabiduría» y una así, impasible, esperando que  en algún momento te diga algo realmente importante para ti, algo que de repente te provoque un ligero mareo y te de una alegría de esas que duran días,  que hacen que determinadas frases, paisajes, situaciones vayan caminando contigo por toda la ciudad.

Resulta que con Fabio la sospecha era infundada. Me ha ganado con un solo texto, y en ocasiones esto es suficiente. Su relato Las llaves ha sido la mejor apertura para el camino que voy a recorrer persiguiendo sus palabras. Después de leerlo me ha sucedido lo que muchas otras veces, que ya les he contado, me he sentido bien, feliz por el hallazgo, por poder leer de la vida, de la cotidiana, de la que nos toca a todos. Fabio logra con aparente facilidad la captura lúcida de un momento en la vida de alguien. Y desmiente una vez más que la literatura se trate solo de lo excepcional.

Acá les dejo Las llaves de Fabio,  que nació en Alejandría, con adolescencia en Milán y traspaso definitivo a México. Ha escrito los libros La lenta furia y Grieta de fatiga. El relato que les regalo hoy pertenece a La vida ordenada. Todos ellos ausente de mis predios pero que algún día no muy lejano espero hojear.

Por último he encontrado que ha ha dicho en una entrevista que desconfía de los escritores que tienen claro lo que van a decir. En consonancia con él soy de las que cree que la magia está en ir construyendo la madeja, en darle a las palabras el espacio para que se anuden según su libre albedrío. ¿ Entienden por qué este señor ya me cae tan bien?. Espero disfruten sus palabras.

Las llaves

Seguramente además de los hermanos de Lisa había venido la tribu de sus primos y mi casa debía de estar llena de niños. Cambié de idea y en lugar de meter el auto en la cochera lo estacioné en la calle, porque presentía que iba a tener un enésimo roce con Lisa después de nuestra pelea de la mañana.

Cuando entré, Rocío, la esposa de Javier, uno de los hermanos de Lisa, estaba saliendo de la cocina con un pastel que depositó, al lado de otro y de varias bandejas de galletas, en la mesa del comedor. Mi suegra estaba sentada en el sillón de terciopelo, rodeada por los primos y hermanos de mi mujer. Le di su abrazo de cumpleaños, que resultó ser un simple apretón de hombros porque le pedí que no se levantara, y después de saludar a mis cuñados me paré un momento junto al ventanal que daba al jardín para ver la turba de niños que jugaban alrededor del columpio y la resbaladilla. Entré en la cocina, donde se habían reunido las mujeres, y las saludé a todas de beso, sin exceptuar a Lisa, que apartó la cara para no besarme, algo que nunca había hecho frente a los demás. Me ruboricé y las voces bajaron por un momento de intensidad. Por suerte Graciela, su hermana menor, salió en mi ayuda, preguntándome por qué llegaba tan tarde. Le contesté que había estado arreglando los libros en mi nuevo estudio, que consistía en un cuarto con cocineta y baño donde apenas cabía. “A ver cuándo lo conocemos”, dijo ella, y el bullicio volvió a llenar la cocina y dejé de ser el centro de las miradas. Miré agradecido a Graciela, a quien había juzgado débil y subyugada por sus hermanos, y salí de la cocina para tomarme un whisky.

En la sala, para no participar en la plática de mis cuñados, me dediqué a preparar unos tragos a los que tenían su vaso vacío. Me gusta servir las bebidas, tanto que mi suegro decía que debería haber sido barman. Hasta cuando sirve, Lisa no puede dejar de dar órdenes. Le gusta estar en el centro de una pequeña multitud y decirle a cada cual lo que tiene que hacer, y siempre he sospechado que sus cuñadas no la soportan.

Llegó el momento de encender las velitas del pastel y los niños entraron ruidosamente para cantar Las mañanitas. Grandes y pequeños, todos de pie, hicimos una rueda en torno a la mesa del comedor, en cuya cabecera, frente al pastel, se sentó mi suegra. Alguien apagó las luces y cuando empezamos a cantar, mi suegra, que tenía menos de un año de viuda, no aguantó las lágrimas y Lisa le prestó un pañuelo para que se secara los ojos. Luego los niños la ayudaron a soplar sobre las velas y todos aplaudimos. Mientras comía mi rebanada de pastel, vi que Graciela estaba sentada un poco aparte. Iba a acercarme para hacerle compañía cuando Fernando me preguntó si había terminado de arreglar el estudio. –Casi terminé de acomodar los libros –dije.

–¡Su mundito! –subrayó Lisa con tono acre y todos me miraron, tal vez temiendo que fuera a contestarle. Pero me quedé callado y Raúl, uno de los primos de mi mujer, que en las reuniones nunca soltaba la mano de su novia, me preguntó si el alquiler era caro. Le dije cuánto iba a pagar y a todos les pareció una ganga. “Es una cosa de nada, apenas quepo yo y mis libros”, dije. “¿Y tú para qué quieres un estudio?”, le preguntó a Raúl su novia. “No he dicho que quiero uno, solo preguntaba”, replicó él un poco molesto. La esposa de Luis, Adela, que traía uno de esos formidables escotes que tenían el poder de sacar de quicio a mi mujer, dijo que ella se opondría a que su esposo alquilara un cuarto o un estudio, porque era como ofrecerle una oportunidad en bandeja de plata para que tuviera aventuras con otras, a lo que Raimundo, otro primo de Lisa, replicó: “¡Ustedes las mujeres siempre piensan que las van a engañar a la primera ocasión!”.

Graciela me miró, yo la miré y nos sonreímos. Fernando se dio cuenta, volteó extrañado hacia Graciela y después me miró a mí, lo que me obligó, para aparentar naturalidad, a decir lo primero que me vino a la mente:

–A veces un nuevo espacio es saludable, nos renueva por dentro y nos da energía.

Lisa no dejó pasar la oportunidad para hundir mi destemplado comentario:

–¿Cuál energía? Hablas como si fueras Picasso. ¡Cómo si no supiera que vas a tu estudio a mirar revistas pornográficas!

Casi todos bajaron la vista y durante unos segundos solo se oyeron las voces de los niños que jugaban en el jardín. Me levanté, dejé mi plato sobre la mesa y después de limpiarme los labios con la servilleta y dejarla en el plato, murmuré un tenue “Con permiso” y me dirigí a la puerta. La abrí, salí a la calle sin preocuparme por cerrarla y caminé hasta el coche. Agradecí no haberme quitado el saco, porque traía las llaves del coche en uno de los bolsillos. Cuando cerré la puerta y prendí el motor, me sentía todavía transportado por el impulso que me había hecho levantarme de la silla, como si se hubiera tratado de un único movimiento armonioso desde la silla de mi casa hasta el asiento del coche y después, mientras manejaba en la blanda circulación del domingo por la tarde, tuve la sensación de que todo había sido demasiado fácil y que una pequeña falla minaba la sólida coherencia de mi gesto. Llegué frente a un cine, donde unos coches buscaban estacionarse en los lugares dejados por los que iban saliendo. No había pensado en ver una película, pero frente a mí se desocupó un lugar y casi por instinto aproveché el golpe de suerte y me estacioné. Sigue leyendo