No hay fechas para celebrar ser mujer. Desde el mismo día de nuestro nacimiento cuando nos visten con ropas de color rosado en hospital, esa primer acuerdo social, sobre los colores que deben distinguirnos del otro grupo de seres humanos que pueblan la tierra, ya nos va buscando un lugar en la sociedad, con sus reglas, «derechos» y obligaciones. Como escribió Simone de Beauvoir: «No se nace mujer, se llega a serlo«. Y por el camino de la vida las mujeres vamos definiendo qué mujeres somos y cómo nos gusta celebrarlo. El relato que les traigo a continuación habla un poco de ello, remite a esos acuerdos sociales que las mujeres a veces cumplimos con aquiescencia y a veces desechamos sin miramientos. Cuando lleguen al final no crean en eso de que las mujeres somos las eternas perdedoras, poder decidir sobre nuestro cuerpo y la duración de nuestra vida, también pueden ser una victoria. Y esta es una de las tantas lecturas que esta historia puede tener. Su autora es Marilyn Bobes, una escritora cubana de la que ya les he hablado en otra ocasión.
Alguien tiene que llorar
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Messalina ni María Egipcíaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Rosario Castellanos
Daniel
Está casi en el centro, sonriente. Es en realidad la más bella, aunque no lo sabía. Ni siquiera se atrevió a imaginarlo. Le preocupa demasiado su nariz, acaso muy larga para una muchacha de quince años. Con el tiempo su rostro se irá recomponiendo y no habrá ya desproporciones, nada que lo empañe. Pero ahora sólo le interesa el presente.
A su derecha, Alina, que tiene ya unos senos enormes y es la criollita, la codiciada, la que desean y buscan sin descanso todos los varones de la Secundaria. Cary la envidia un poco, sin saber que, veinticuatro años después, de la imponente Alina no quedaría más que una flácida y triste gorda. Alina tampoco lo sabe y, quizá por eso, en este 1969 fijado por la foto, se empina sobre las otras, orgullosa de todo su volumen, de su esplendor, usurpando el espacio de las demás y relegándolas a un segundo plano.
En el extremo izquierdo, borrosa por el contraluz, apenas se distingue a Lázara: unos muslos delgados, una figura desgarbada, una carita de ratón. El vientre, plano todavía, todavía inocuo. Levanta los ojos a la cámara como pidiendo perdón por existir. Es Lázara unos meses antes de la tragedia.
Después dejaría los estudios. No pudo soportar las miraditas, las risas, las leyendas y todo lo que acompañaba, en la Secundaria de aquellos años, a un embarazo no santificado. Para colmo: la huida del Viejo, un cuarentón que la esperaba a la salida, en el parquecito, y con quien se perdía, confiadamente, en el Bosque. Junto a Cary, también a la izquierda, dos muchachas no identificadas. Son muy parecidas, casi diríase gemelas. Bajitas, redondas, con ojos de muñeca, sólo están ahí para que, desde atrás, alzándose sobre sus cabezas y sus cerquillos y sus destinos pequeños y felices, aparezca Maritza. Ella se levanta con su estructura poderosa y es, en el retrato del grupo, una presencia agresiva.
El tiempo, trabajando sobre la foto, ha vuelto transparentes los ojos de Maritza. Ya parece marcada para morir. No mira hacia la lente. No sonríe. Es la única que no tiene cara de cumpleaños. Sus hombros anchos revelan a la deportista, a la campeona en estilo libre durante cuatro juegos escolares consecutivos. Es también bella, aunque de otro modo. Su rostro era perfecto y misterioso, como no hay ningún otro en la foto, como quizá no vuelva a haberlo en La Habana.
Cary
La encontraron ahogada. Como un personaje de la telenovela de turno: el vaso volcado y una botella de añejo medio vacía en los azulejos del piso, a unos pocos centímetros de la mano que colgaba sobre el borde de la bañadera. Los restos de las pastillas en el mortero, que quedó encima del lavamanos, y los envoltorios arrugados en el cesto de papeles del baño.
En el velorio, un hombre cuyo rostro me resultó familiar comentó que no parecía el suicidio de una mujer. Excepto por las pastillas. Le resultaba demasiado racional aquello de prever el deslizamiento, con el sueño profundo de los barbitúricos, hasta que la espalda descansara sobre el fondo y los pulmones se llenaran irreversiblemente de agua. Sospecho que le molestó la idea del cadáver desnudo de Maritza, expuesto a la mirada de una decena de curiosos, en espera de los técnicos de Medicina Legal.
Pero Maritza nunca tuvo sentido del pudor. Era la primera en llegar al centro deportivo y, antes de abrir la taquilla, se sacaba la blusa de un tirón, se desprendía de la saya, y empezaba a hacer cuclillas y abdominales en una explosión de energía incontrolable. Su torso y sus piernas, de músculos entrelazados y fuertes, giraban compulsivos ante nuestros ojos. Recuerdo que, una vez terminados los ejercicios, colocaba un gorro elástico sobre su pelo corto y, ya completamente desnuda, se perdía en las duchas con aquel paso tan suyo: largo, lento, seguro.
A diferencia de nosotras, ella le daba a su imagen muy poca importancia. Ahora el tiempo ha pasado y veo las cosas de otro modo, y se me ocurre que cultivó siempre su cuerpo como valor de uso. Todas las demás, aunque nos concentráramos en la gimnasia o en la natación, nos preparábamos al mismo tiempo para una futura subasta; de algún modo, estábamos siempre en exhibición.
Lázara, Alina y yo nos torturábamos a diario con cinturones apretados y pantalones estrechos. Maritza era más feliz: se disfrazaba con atuendos cómodos, un poco extravagantes, como queriendo deslucirse obstinadamente. Más de una vez la regañamos por su descuido y, a veces, por su falta de recato: se sentaba y nunca se estiraba los bordes de la minifalda ni se colocaba una cartera encima de los muslos, como hacíamos las demás. Ni siquiera la recuerdo usando una cartera. Salía de la casa con un monedero gastado, hecho por algún artesano anónimo, donde apenas cabía el carnet de identidad y algún dinero. Muchas veces, durante el paseo, le pedía a Alina que lo guardara en su comando repleta de crayones delineadores, perfume, servilletas y cuanto objeto de tocador era posible imaginarse.
Alina
Siempre lo llevó por dentro. Siempre. Más de una vez me pasó por la cabeza y estuve a punto de advertírselo a Cary: esa desfachatez para exhibirse desnuda, aquellas teorías indecentes, la manía de querer estar a toda hora controlándola… No sé cómo no lo descubrimos a tiempo. Nosotras éramos normales, nos vestíamos con gracia, pensábamos como siempre piensan las mujeres.
Lo de mi marido no lo hizo solamente por molestarme, sino sabe Dios por qué otras sucias razones. Sin embargo, lo pagó. Esas cosas se pagan.
Él no pudo hacer nada con ella. Me lo dijo esta mañana en la funeraria. Había algo raro en su manera de quitarse la ropa, algo como un desparpajo. Y, después, lo humilló: volvió a vestirse como si nada, no quiso explicaciones, lo despidió con una expresión maligna y hasta se tomó el atrevimiento de hacerle un chiste cínico: Y ahora, ¿qué vas a hacer si yo decido contárselo a Alina?
Me lo confesó en un arranque de sinceridad y de rabia, para que no me conmoviera, para que no me dejara arrastrar por la debilidad de Lazarita y pusiera mi nombre en la corona. No se lo voy a permitir. Si a Caridad y a Lázara no les importa que la gente hable, a nosotros sí. Bastante hicimos con estar en el velorio. Pero al entierro no vamos. La urbanidad tiene sus límites.
Es cierto que yo me descuidé. Los partos acabaron conmigo, me desgraciaron, es la verdad. Pero cómo iba a ponerme a pensar en mi figura. La mujer que no tiene hijos nunca logra sentirse realizada. Muchas, como Maritza, como Cary, se conservan mejor porque no paren. A mí me educaron de otro modo: para formar una familia. Y no me arrepiento. Quiero mucho a mis hijos y las alegrías que ellos me han dado no las hubiera podido sustituir con nada. Eso es lo que completa a la mujer: una familia.
Llegué a pensar que ellas sacrificaban todo eso porque les gustaba lucirse. Si hubieran tenido que cocinar, lavar, planchar y atender una casa, difícilmente les alcanzaría el tiempo para leer libritos y estar pensando en musarañas. Cary sacó la cuenta. Se ha pasado la vida divorciada. Pero Maritza… Ahora se comprende por qué no le interesaba el matrimonio ni la estabilidad. En su caso, la respuesta era mucho más sencilla.
Fui una tonta. Si me sorprendían en un mal momento, me desahogaba con ellas, diciéndoles cosas que ni siquiera pensaba. Todavía era joven, inmadura. Yo no tenía que haberles contado lo que pasaba entre mi marido y yo. Maritza no tenía que haberme visto llorando. Para qué les habré dado ese gusto. Con el tiempo, comprendí que es normal. Pasa en todos los matrimonios: la pasión se transforma en compañerismo, en un afecto tranquilo y perdurable. Aun cuando ellos necesiten de vez en cuando una aventurita: una esposa es una esposa. La mujer que eligieron para casarse. Cuando uno madura, el problema del sexo pasa a ser secundario.
De todas maneras, me dolió. Maritza siempre quiso hacerme la competencia, llevarme alguna ventaja. En el 72, en un trabajo voluntario, consiguió llegar a finalista en el concurso para la Reina del Tabaco. Por supuesto que fui yo quien ganó. El jefe del Plan, tres campesinos y el director del Pre eran los miembros del jurado. El director y un campesino votaron por ella. Pero el resto del jurado y el público estuvieron, desde el principio, de mi parte. Ella nunca se pudo parar al lado mío. A pesar de su cara bonita y toda aquella fama de difícil que se buscó. Sabía que era el misterio lo que la volvía interesante. Y consiguió mantenerlo mucho tiempo. En el tercer año de la carrera todavía era virgen. O, al menos, se comentaba.
La tuve que sufrir día por día, también en la Universidad. Cuando supo que yo quería estudiar Arquitectura, allá fue ella y se matriculó. Por eso la conozco mejor que nadie. Le aguanté muchos paquetes. Sobre todo su envidia. Lo único que nunca le soporté fue que me dominara. No le gustó y ahí mismo se acabó la amistad: nos distanciamos.
Todavía me parece que la estoy viendo, haciéndose la modesta y, en el fondo, tan autosuficiente: aquella vocecita medio ronca, melosa, y su vocabulario rebuscado. Se desgastó en entrevistas, cartas, reuniones, pensando que alguien se iba a interesar en su tesis: edificios alternativos. Era una esnob. Tanta gente sin casa y ella preocupada por la diversidad, por la conciliación entre funcionalidad, recursos disponibles y estética. Nos desgració un 31 de diciembre completo con aquella letanía. No sé ni por qué la invitamos. Fue idea de Lazarita o de Cary.
Todo el mundo queriendo divertirse y ella sentada en la poltrona, como una lady inglesa, monopolizando la atención. Y Cary le daba y le daba cuerda para que siguiera hablando. Hasta Lázara se embobecía con sus idioteces. Le parecía el colmo de la genialidad algo que Maritza había dicho: levantarse todos los días a mirar edificios iguales vuelve a las personas intolerantes, las predispone contra la diferencia.
Lázara, tan estúpida, pobrecita, se impresionó con aquel disparate. Siempre tuvo complejos con las supuestas inteligencias de Maritza y de Cary. Ellas, Maritza en especial, le llenaron la cabeza de humo siendo todavía una niña. Y ahí la tienen: ningún hombre le dura. Y no sólo por fea. Sino por boba. Mucho más feas que ella las he visto yo casadas. Es que no aprende. Los persigue, enseguida les abre las piernas. Les confiesa que lo que quiere es casarse. Nada hay que espante más a un hombre que sentir que lo quieren atrapar. Por eso el Viejo la dejó plantada y hasta el sol de hoy está cargando con una hija sin padre. Mira que me cansé de repetírselo. A los hombres hay que demostrarles indiferencia, llevarlos hasta la tabla y hacerles creer que son los que toman las decisiones. No voy a gastar más saliva con ella. Que siga dejándose guiar por Cary para que vea. Al final, esa ya se casó tres veces y ha tenido cuantos maridos le ha dado la gana, mientras a la pobre Lazarita… nada se le da. Y a los cuarenta ni Marilyn Monroe consigue un tipo para casarse. Sigue leyendo