Alguien tiene que llorar

"Dèjá-vu", de la artista cubana Cirenaica Moreira

«Dèjá-vu», de la artista cubana Cirenaica Moreira

No hay fechas para celebrar ser mujer. Desde el mismo día de nuestro nacimiento  cuando nos visten con ropas de color rosado en hospital, esa primer acuerdo  social, sobre los colores que deben distinguirnos del otro grupo de seres humanos que pueblan la tierra, ya nos va buscando un lugar en la sociedad, con sus reglas, «derechos» y obligaciones. Como escribió Simone de Beauvoir: «No se nace mujer, se llega a serlo«. Y por el camino de la vida las mujeres vamos definiendo qué mujeres somos y cómo nos gusta celebrarlo. El relato que les traigo a continuación habla un poco de ello, remite a esos acuerdos sociales que las mujeres a veces cumplimos con aquiescencia y a veces desechamos sin miramientos. Cuando lleguen al final no crean en eso de que las mujeres somos las eternas perdedoras, poder decidir sobre nuestro cuerpo y la duración de nuestra vida, también pueden ser una victoria. Y esta es una de las tantas lecturas que esta historia puede tener. Su autora es Marilyn Bobes, una escritora cubana de la que ya les he hablado en otra ocasión.

Alguien tiene que llorar   

Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Messalina ni María Egipcíaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.

Rosario Castellanos

Daniel

Está casi en el centro, sonriente. Es en realidad la más bella, aunque no lo sabía. Ni siquiera se atrevió a imaginarlo. Le preocupa demasiado su nariz, acaso muy larga para una muchacha de quince años. Con el tiempo su rostro se irá recomponiendo y no habrá ya desproporciones, nada que lo empañe. Pero ahora sólo le interesa el presente.

A su derecha, Alina, que tiene ya unos senos enormes y es la criollita, la codiciada, la que desean y buscan sin descanso todos los varones de la Secundaria. Cary la envidia un poco, sin saber que, veinticuatro años después, de la imponente Alina no quedaría más que una flácida y triste gorda. Alina tampoco lo sabe y, quizá por eso, en este 1969 fijado por la foto, se empina sobre las otras, orgullosa de todo su volumen, de su esplendor, usurpando el espacio de las demás y relegándolas a un segundo plano.

En el extremo izquierdo, borrosa por el contraluz, apenas se distingue a Lázara: unos muslos delgados, una figura desgarbada, una carita de ratón. El vientre, plano todavía, todavía inocuo. Levanta los ojos a la cámara como pidiendo perdón por existir. Es Lázara unos meses antes de la tragedia.

Después dejaría los estudios. No pudo soportar las miraditas, las risas, las leyendas y todo lo que acompañaba, en la Secundaria de aquellos años, a un embarazo no santificado. Para colmo: la huida del Viejo, un cuarentón que la esperaba a la salida, en el parquecito, y con quien se perdía, confiadamente, en el Bosque. Junto a Cary, también a la izquierda, dos muchachas no identificadas. Son muy parecidas, casi diríase gemelas. Bajitas, redondas, con ojos de muñeca, sólo están ahí para que, desde atrás, alzándose sobre sus cabezas y sus cerquillos y sus destinos pequeños y felices, aparezca Maritza. Ella se levanta con su estructura poderosa y es, en el retrato del grupo, una presencia agresiva.

El tiempo, trabajando sobre la foto, ha vuelto transparentes los ojos de Maritza. Ya parece marcada para morir. No mira hacia la lente. No sonríe. Es la única que no tiene cara de cumpleaños. Sus hombros anchos revelan a la deportista, a la campeona en estilo libre durante cuatro juegos escolares consecutivos. Es también bella, aunque de otro modo. Su rostro era perfecto y misterioso, como no hay ningún otro en la foto, como quizá no vuelva a haberlo en La Habana.

Cary

La encontraron ahogada. Como un personaje de la telenovela de turno: el vaso volcado y una botella de añejo medio vacía en los azulejos del piso, a unos pocos centímetros de la mano que colgaba sobre el borde de la bañadera. Los restos de las pastillas en el mortero, que quedó encima del lavamanos, y los envoltorios arrugados en el cesto de papeles del baño.

En el velorio, un hombre cuyo rostro me resultó familiar comentó que no parecía el suicidio de una mujer. Excepto por las pastillas. Le resultaba demasiado racional aquello de prever el deslizamiento, con el sueño profundo de los barbitúricos, hasta que la espalda descansara sobre el fondo y los pulmones se llenaran irreversiblemente de agua. Sospecho que le molestó la idea del cadáver desnudo de Maritza, expuesto a la mirada de una decena de curiosos, en espera de los técnicos de Medicina Legal.

Pero Maritza nunca tuvo sentido del pudor. Era la primera en llegar al centro deportivo y, antes de abrir la taquilla, se sacaba la blusa de un tirón, se desprendía de la saya, y empezaba a hacer cuclillas y abdominales en una explosión de energía incontrolable. Su torso y sus piernas, de músculos entrelazados y fuertes, giraban compulsivos ante nuestros ojos. Recuerdo que, una vez terminados los ejercicios, colocaba un gorro elástico sobre su pelo corto y, ya completamente  desnuda, se perdía en las duchas con aquel paso tan suyo: largo, lento, seguro.

A diferencia de nosotras, ella le daba a su imagen muy poca importancia. Ahora el tiempo ha pasado y veo las cosas de otro modo, y se me ocurre que cultivó siempre su cuerpo como valor de uso. Todas las demás, aunque nos concentráramos en la gimnasia o en la natación, nos preparábamos al mismo tiempo para una futura subasta; de algún modo, estábamos siempre en exhibición.

Lázara, Alina y yo nos torturábamos a diario con cinturones apretados y pantalones estrechos. Maritza era más feliz: se disfrazaba con atuendos cómodos, un poco extravagantes, como queriendo deslucirse obstinadamente. Más de una vez la regañamos por su descuido y, a veces, por su falta de recato: se sentaba y nunca se estiraba los bordes de la minifalda ni se colocaba una cartera encima de los muslos, como hacíamos las demás. Ni siquiera la recuerdo usando una cartera. Salía de la casa con un monedero gastado, hecho por algún artesano anónimo, donde apenas cabía el carnet de identidad y algún dinero. Muchas veces, durante el paseo, le pedía a Alina que lo guardara en su comando repleta de crayones delineadores, perfume, servilletas y cuanto objeto de tocador era posible imaginarse.

Alina

Siempre lo llevó por dentro. Siempre. Más de una vez me pasó por la cabeza y estuve a punto de advertírselo a Cary: esa desfachatez para exhibirse desnuda, aquellas teorías indecentes, la manía de querer estar a toda hora controlándola… No sé cómo no lo descubrimos a tiempo. Nosotras éramos normales, nos vestíamos con gracia, pensábamos como siempre piensan las mujeres.

Lo de mi marido no lo hizo solamente por molestarme, sino sabe Dios por qué otras sucias razones. Sin embargo, lo pagó. Esas cosas se pagan.

Él no pudo hacer nada con ella. Me lo dijo esta mañana en la funeraria. Había algo raro en su manera de quitarse la ropa, algo como un desparpajo. Y, después, lo humilló: volvió a vestirse como si nada, no quiso explicaciones, lo despidió con una expresión maligna y hasta se tomó el atrevimiento de hacerle un chiste cínico: Y ahora, ¿qué vas a hacer si yo decido contárselo a Alina?

Me lo confesó en un arranque de sinceridad y de rabia, para que no me conmoviera, para que no me dejara arrastrar por la debilidad de Lazarita y pusiera mi nombre en la corona. No se lo voy a permitir. Si a Caridad y a Lázara no les importa que la gente hable, a nosotros sí. Bastante hicimos con estar en el velorio. Pero al entierro no vamos. La urbanidad tiene sus límites.

Es cierto que yo me descuidé. Los partos acabaron conmigo, me desgraciaron, es la verdad. Pero cómo iba a ponerme a pensar en mi figura. La mujer que no tiene hijos nunca logra sentirse realizada. Muchas, como Maritza, como Cary, se conservan mejor porque no paren. A mí me educaron de otro modo: para formar una familia. Y no me arrepiento. Quiero mucho a mis hijos y las alegrías que ellos me han dado no las hubiera podido sustituir con nada. Eso es lo que completa a la mujer: una familia.

Llegué a pensar que ellas sacrificaban todo eso porque les gustaba lucirse. Si hubieran tenido que cocinar, lavar, planchar y atender una casa, difícilmente les alcanzaría el tiempo para leer libritos y estar pensando en musarañas. Cary sacó la cuenta. Se ha pasado la vida divorciada. Pero Maritza… Ahora se comprende por qué no le interesaba el matrimonio ni la estabilidad. En su caso, la respuesta era mucho más sencilla.

Fui una tonta. Si me sorprendían en un mal momento, me desahogaba con ellas, diciéndoles cosas que ni siquiera pensaba. Todavía era joven, inmadura. Yo no tenía que haberles contado lo que pasaba entre mi marido y yo. Maritza no tenía que haberme visto llorando. Para qué les habré dado ese gusto. Con el tiempo, comprendí que es normal. Pasa en todos los matrimonios: la pasión se transforma en compañerismo, en un afecto tranquilo y perdurable. Aun cuando ellos necesiten de vez en cuando una aventurita: una esposa es una esposa. La mujer que eligieron para casarse. Cuando uno madura, el problema del sexo pasa a ser secundario.

De todas maneras, me dolió. Maritza siempre quiso hacerme la competencia, llevarme alguna ventaja. En el 72, en un trabajo voluntario, consiguió llegar a finalista en el concurso para la Reina del Tabaco. Por supuesto que fui yo quien ganó. El jefe del Plan, tres campesinos y el director del Pre eran los miembros del jurado. El director y un campesino votaron por ella. Pero el resto del jurado y el público estuvieron, desde el principio, de mi parte. Ella nunca se pudo parar al lado mío. A pesar de su cara bonita y toda aquella fama de difícil que se buscó. Sabía que era el misterio lo que la volvía interesante. Y consiguió mantenerlo mucho tiempo. En el tercer año de la carrera todavía era virgen. O, al menos, se comentaba.

La tuve que sufrir día por día, también en la Universidad. Cuando supo que yo quería estudiar Arquitectura, allá fue ella y se matriculó. Por eso la conozco mejor que nadie. Le aguanté muchos paquetes. Sobre todo su envidia. Lo único que nunca le soporté fue que me dominara. No le gustó y ahí mismo se acabó la amistad: nos distanciamos.

Todavía me parece que la estoy viendo, haciéndose la modesta y, en el fondo, tan autosuficiente: aquella vocecita medio ronca, melosa, y su vocabulario rebuscado. Se desgastó en entrevistas, cartas, reuniones, pensando que alguien se iba a interesar en su tesis: edificios alternativos. Era una esnob. Tanta gente sin casa y ella preocupada por la diversidad, por la conciliación entre funcionalidad, recursos disponibles y estética. Nos desgració un 31 de diciembre completo con aquella letanía. No sé ni por qué la invitamos. Fue idea de Lazarita o de Cary.

Todo el mundo queriendo divertirse y ella sentada en la poltrona, como una lady inglesa, monopolizando la atención. Y Cary le daba y le daba cuerda para que siguiera hablando. Hasta Lázara se embobecía con sus idioteces. Le parecía el colmo de la genialidad algo que Maritza había dicho: levantarse todos los días a mirar edificios iguales vuelve a las personas intolerantes, las predispone contra la diferencia.

Lázara, tan estúpida, pobrecita, se impresionó con aquel disparate. Siempre tuvo complejos con las supuestas inteligencias de Maritza y de Cary. Ellas, Maritza en especial, le llenaron la cabeza de humo siendo todavía una niña. Y ahí la tienen: ningún hombre le dura. Y no sólo por fea. Sino por boba. Mucho más feas que ella las he visto yo casadas. Es que no aprende. Los persigue, enseguida les abre las piernas. Les confiesa que lo que quiere es casarse. Nada hay que espante más a un hombre que sentir que lo quieren atrapar. Por eso el Viejo la dejó plantada y hasta el sol de hoy está cargando con una hija sin padre. Mira que me cansé de repetírselo. A los hombres hay que demostrarles indiferencia, llevarlos hasta la tabla y hacerles creer que son los que toman las decisiones. No voy a gastar más saliva con ella. Que siga dejándose guiar por Cary para que vea. Al final, esa ya se casó tres veces y ha tenido cuantos maridos le ha dado la gana, mientras a la pobre Lazarita… nada se le da. Y a los cuarenta ni Marilyn Monroe consigue un tipo para casarse. Sigue leyendo

Es como una flor

 

Hoy es el primer día de marzo. La primavera debe estar rondando por algún lugar, pero en La Habana un cuasi invierno dan ganas de recogerse, de administras los gestos, porque todo está gris y húmedo. Pero por suerte uno se sobrepone a los golpes del desaliento y atrae sobre sí la posible benevolencia de las constelaciones, de los albures instaurados, y tiene la suerte de merecer el abrazo de las personas buenas que desbaratan con su ternura toda desesperanza. Es lo que siempre me sucede cuando «Niñita»  y yo coincidimos en esta ciudad. Ella recompone mi paisaje interior y me hace preguntarme invariablemente: ¿cómo hace para ser tan clara y tener siempre las manos llenas de cariño? Es su don y la suerte de todos los que la conocemos.  Y cuando me voy hacia los lugares que habito no puedo evitar la alegría por haber encontrado a esta cronopio, esa criatura que todos creíamos extinta o inexistente, como si  Cortázar pudiera mentirnos.

Flor y cronopio

Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: «Es como una flor».

Cómo

Cómo aceptar la falta
de savia
de perfume
de agua
de aire.
Cómo.

Preguntas, preguntas, preguntas. Necesidad de que haya algo más vibrando agazapado. Esperando listo para catapultearte a las estrellas. Haciendo que este sea un mediodía feliz oyendo a Chet Baker y Bill Evans, porque había que escucharlos después de que dos personas diferentes los nombraran, con un día de por medio. Y luego de eso saber que también I talk to the trees o salir a  a acariciar alguna hoja mustia, lanzada a la acera con la violencia del viento de invierno. Y no saber de dónde traer el consuelo porque no encontramos ni savia, ni perfume, ni agua, ni aire, allí donde prometieron que iba a haber tanto.   Lo dejamos pasar, permitimos la celebración de los rituales heredados, de la futilidad de ciertas poses y discursos. Vamos recogiendo disciplinadamente las migas de pan que alguien dejó antes de nosotros.

Idea Vilariño sabía hacerse estas preguntas inmensas. Las dejó escondidas entre sílabas de longitud precaria y sospechosa. Porque las cosas importantes se dicen brevemente, pero se dicen. No se quedan en la estacada, no se esconden debajo de las tablas del piso. Hay que tener valor para preguntarse y para responderse, si no

Felices los normales, esos seres extraños,
Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,
Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,
Los que no han sido calcinados por un amor devorante,
Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,
Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,
Los satisfechos, los gordos, los lindos,
Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,
Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,
Los flautistas acompañados por ratones,
Los vendedores y sus compradores,
Los caballeros ligeramente sobrehumanos,
Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,
Los delicados, los sensatos, los finos,
Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.
Felices las aves, el estiércol, las piedras.

Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,
Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan
Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos
Que sus padres y más delincuentes que sus hijos
Y más devorados por amores calcinantes.
Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.

Amén y gracias a Retamar por venir a auxiliarme en este día disperso y extraño.               

 

 

Carilda Oliver: «He ejercido mi libertad»

Carilda Oliver Labra, poeta cubana

Carilda Oliver Labra, poeta cubana

Por: Silvina Friera 

Tomado de Cubadebate

“No soy alondra, soy lechuza; por las noches estoy feliz”, dice Carilda Oliver Labra, una de las voces más importantes de la poesía hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Ahora que “el almendrón” –un taxi-colectivo– toma la vía Blanca y comienza a salir de La Habana rumbo a Matanzas, llega el recuerdo de la charla telefónica, cuando aceptó la entrevista con Página/12 con la única condición de que no fuera temprano. El paisaje, a medida que se interna en la provincia de Mayabeque, se vuelve más rural: vacas, toros y caballos pastorean tan campantes que producen un sentimiento semejante a la envidia. Un hurón cruza la ruta y esquiva el almendrón justo a tiempo. “La tierra” es un bello poema de Carilda que viene a la mente: “Cuando vino mi abuela/ trajo un poco de tierra española, /cuando se fue mi madre/ llevó un poco de tierra cubana./ Yo no guardaré conmigo ningún poco de patria:/ la quiero toda/ sobre mi tumba”. Camilo, el chofer, licenciado en matemática que hasta 1994 dio clases en escuelas secundarias, oficia de guía turístico. De pronto señala la fábrica de ron Havana Club, en Santa Cruz del Norte. La pupila levita hechizada por obra y gracia del valle del Yumurí y del puente Bacunayagua. Tiene 110 metros; es el más alto del país y divide la provincia de Mayabeque con Matanzas, “la ciudad de los puentes”, la Atenas de Cuba. En menos de lo que canta un gallo, pero después de dos horas y media de viaje y 90 kilómetros de recorrido, se llega al barrio Pueblo Nuevo, a la Calzada de Tirry 81, la calle que conduce hacia el mundo de la poeta cubana que ama “el tiempo y sus transfiguraciones cósmicas”.

La casa donde vive Carilda es de 1885. “Todos los vitrales son italianos. Este vitral –señala uno entre el comedor y el patio– es el único que queda entero en Matanzas, pero en un ciclón se rompió un poquito. Yo le pongo un papelito de los que usan los escenógrafos, del mismo color, y no se ve. Pero como ha llovido se ha caído. Todo es antiquísimo. Los canteros son de la fundación de la casa; están semidestruidos porque no los hemos querido tocar. Nos mudamos en 1926. Yo nací en el ’22. O sea que llevo 86 años viviendo acá, porque cumplí 90 en julio. Soy casi tan vieja como la casa.” Hay que ver a Carilda sonreír; sacude despacito los hombros y las mejillas se ruborizan levemente. A sus pies se acomoda un perro salchicha que tiene quince años y anda peinando canas. “Como era muy majadero y se comía los calcetines de Raydel, le puso Stalin. Pero responde al nombre de ‘Papito’”, revela Carilda. “Papito” alza las orejas y mueve la cola, festejando la oportuna aclaración. En el patio, un puñado de gatos de todos los colores y tamaños corretean, saltan por el aire y parecen los reyes del equilibro cuando caminan por los bordes de las macetas. La familia felina se agrandó: dos de las gatas tuvieron cría; ahora son 16. “Siempre tuve gatos, desde niña. Primero tenía uno solo, maravilloso, que cuando me fui a los Estados Unidos a visitar a mi familia, quince días nada más, se negó a comer y se murió. Cuando volví, mi suegra lo había enterrado en un cantero. Ghandi se llamaba. Lloré muchísimo, me puse muy mal.”

La poeta matancera presentará en la próxima Feria del Libro de La Habana Una mujer escribe (Ediciones Matanzas), una antología de su poesía prologada por Raydel H. Fernández, marido de la poeta cincuenta años menor que ella, realizada para celebrar los 90 años de Carilda. Como una maga, abre las manos y aparece el ejemplar de Desaparece el polvo, una miniatura amarilla de tapa dura con edición y prólogo de Antonio Piedra, publicada en España. “Fíjate cómo está; los tenía guardados uno pegadito con el otro. ¡Yo no sé qué ha pasado!”, se queja. La humedad, como siempre, cumplió el papel de alumna ejemplar. La tapa de la encantadora miniatura se descascara. “Este libro está relacionado con problemas personales, ¿comprendes? Estuve vetada, no se me publicó durante mucho tiempo, entre el ’63 y el ’78. En el ’78 me arriesgué a ir al Concurso 26 de Julio. Me dieron un diploma y me citaron al sitio en La Habana donde entregaban el premio. Desde el momento en que voy al premio, es porque veo una situación favorable.”

–¿Qué fue lo que pasó?

–Nada… Mira: ni el mismo Fidel creo que sepa lo que pasó. Él directamente no tuvo que ver nada con eso. Me parece a mí que fue un problema entre escritores, claro que escritores con poder político. ¡Si yo había escrito Canto a Fidel cuando Fidel estaba en la Sierra! Después del triunfo de la Revolución, estaba satisfecha; se me había cumplido un sueño, una aspiración, una necesidad de ver libre a mi país. Entonces la Revolución viene con sus reformas, sus nuevos modos; se van echando abajo muchos prejuicios. Es un nacimiento de una era totalmente nueva. A mí eso no me llama a la poesía y salto sobre eso. Pero estoy tranquila, un tiempo sin escribir o escribiendo cosas que no tenían nada que ver con la Revolución, más bien de mi vida personal, amorosa; toda la poesía erótica que, claro, desde temprano tenía esa línea. Ha pasado el tiempo y se han hecho estudios, reuniones; hemos sido convocados por la misma Revolución, por los líderes, a explicar qué pasó. En ningún momento se me ocurrió irme de mi país porque no me publicaban. Eso jamás me pasó por la mente porque Cuba siempre tiene que estar sobre todo, ¿entiendes?

–¿Por qué se queda usted, Carilda?

–Yo me quedo por amor, chica, porque amo a mi patria. Si luché y expuse mi vida, ¿cómo me iba a ir después? No me podía ir porque lo que yo quería estaba en el gobierno, ¿te das cuenta? Ahora tengo mis disensiones con distintas acciones de la Revolución. Pero no me siento capaz de discutirlas porque yo soy revolucionaria natural. No soy una persona que me rija por determinadas reglas. Yo soy muy libre siempre. He acatado todo lo que veo que ha sido maravilloso porque la Revolución ha dado cambios en la cultura y en todos los sentidos. Con Desaparece el polvo empiezo otra vez a ser reconocida. O sea que no es que ellos entiendan la Revolución, sino que la Revolución me entiende a mí. Parece una locura lo que te estoy diciendo, pero es así. Muchos de los escritores que ahora están dirigiendo estuvieron vetados. ¿Qué quiere decir? Que no hay sólo una toma de conciencia del escritor, sino de la Revolución. Y esos que parecían enemigos nunca lo fueron porque si no hoy no podrían estar en los lugares que están. Y eso, chica, es una cosa sociológica.

–Mientras escribía los poemas eróticos sabía que iba a incomodar, ¿no?

–Eso sí, he ejercido mi libertad, me he sentido mujer. Yo amaba la libertad y escribía también lo que me daba la gana. Claro que me acuerdo de que al principio escondía mis versos porque me daba como pena, pero no porque contuviera nada excesivamente atrevido. Esta es una labor de tanta intimidad con el papel, con la tinta, viene a ser un oficio que parece misterioso y que no se da siempre. Uno sabe cuando llega el verso que sirve y cuando llega el otro que hay que desechar. La poesía es una visita prodigiosa cuando se da porque a veces uno pasa mucho tiempo y no consigue nada. Un verso no siempre es poesía. Y la poesía está en todas partes, no sólo en el verso. Empecé a escribir después de los primeros libros; empecé a tener, sin darme cuenta, un idioma propio, un modo de expresarme. Sigue leyendo

Salvar el tiempo ido

... De luces y soledades. Ernesto Rancaño. Acrílico sobre lienzo, 2003

… De luces y soledades

Yo tuve una amiga en el inicio de la adolescencia, de las que se cuidan como si fuera el sol entibiándonos las manos.  Estudiábamos juntas  en la beca, compartíamos el mismo closet; a veces el sueño nos sorprendía en la misma cama  porque el tiempo nunca  no nos alcanzaba para contarnos el día visto por la mirada de cada una.  Aunque vivíamos en el mismo pequeño pueblo no fue hasta esta edad luminosa y difícil  que «nos vimos» y nos escogimos para crecer juntas.

Las dos fuimos comprendiendo casi al unísono que los libros iban a ser esa puerta por la que íbamos a darle la bienvenida a muchos de los mejores momentos de nuestras vidas. Las dos éramos hijas únicas. Vivíamos solo a dos cuadras la una de la otra. Éramos parecidas aunque no iguales.  Su nombre comienza con la primera letra del abecedario y el mío con una de las casi últimas.  Si algo lograba distinguirnos -según los ojos que estaban fuera del mágico círculo en el que nos movíamos- es que ella era blanca y yo negra, pero a esa edad y en este país, esos no eran detalles importantes para dos niñas que estaban encantadas de la magia de haberse encontrado.

Pero la gente grande a veces se olvida de las cosas esenciales y se tuerce de una manera inexplicable. En su casa siempre me daba la sensación de que tenía que caminar de puntillas para no molestar. Luego  fueron apareciendo las prohibiciones, las trabas para que no nos encontráramos más.  Una escapada en bicicleta fuera del pueblo y sin permiso fue el pretexto que su madre esgrimió para convencerla con éxito de que mi compañía  no era buena. Y un día de los más tristes que recuerdo, dejó de hablarme.

Antes de que todo se volviera demasiado incomprensible  nos habíamos intercambiado dos libros. Yo le había prestado Cartas de Martí a María Mantilla y ella  me había dado el libro que recogía las cartas que  Ethel y Julius Rosenberg se enviaron antes de morir en la silla eléctrica en los Estados Unidos.  Y así cada una se quedó con el libro de la otra, con historias cuya fortaleza habría de poner cierta consistencia en las de nosotras.

Pasaron los años y nunca nuestros caminos han vuelto a coincidir.  Sin percatarme, con el tiempo, me fui acostumbrando a preguntar por ella cada vez que regreso al pueblo. Una necesidad inexplicable me hace querer saber de la vida que ha tejido. Todavía no sé si alguien da  noticias de mí también.  Pero gracias a esos informes imprecisos y esporádicos he sabido que ya tiene una hija. La noticia me alegró y también volvió a dolerme la distancia entre nosotras, la obediencia con la que aceptamos el final impuesto a nuestra amistad, la suma de las cosas que no hemos podido compartir, entre ellas, su embarazo y los poemas que le arrebato a la vida de vez en cuando, otro tipo de parto,  angustioso y feliz, si se quiere.

Si algo todavía me alienta es que un día cualquiera, sin previo aviso,  la tropiezo en las calles de mi pueblo o me lleno del valor que se necesita para llevar sujetos a los amigos en el corazón y la sorprendo en su puerta con un ¿cómo estás?.  Pero lo más importante de todo, si ese encuentro nunca llega a suceder,  es que tiene un libro hermoso que fue mío, un libro que todas las madres debieran leerles a sus hijas. Todavía no sé el nombre de su pequeña, pero me gusta imaginarlas en un momento cualquiera de la vida que tendrán juntas  leyendo esta frase que Martí le escribiera a María Mantilla poco días antes de partir a la guerra y entregarse por uno de los propósitos más altos de su vida, la libertad de Cuba: (…) Quien tiene mucho adentro, necesita poco afuera. Quien lleva mucho afuera, tiene poco adentro, y quiere disimular lo poco. Quien siente su belleza, la belleza interior, no busca afuera belleza prestada: se sabe hermosa, y la belleza echa luz.  Las imagino así, mirándose a los ojos y reconociendo su vida en estas palabras.

Y también quiero que un día de este siglo que se perfila azaroso nuestras hijas salven el tiempo ido y puedan ir de la mano como buenas amigas.

 

 

De olvidos y otras enfermedades

es tan largo el olvido...

es tan largo el olvido…

Este es un post resucitado de otro lugar donde habité con palabras. Se lo debo a Leydi Torres Arias que hoy vino a salvar mi día y me habló de abrazos, de palabras queridas y de rescates. Aunque pueda ser un contrasentido de toda la maravilla que disfrutamos conversando largo sin atender a las leoninas tarifas de Etecsa, este escrito habla del olvido, del voluntario, del protector y del descorazonado que un día nos borra sin previo aviso de la vida de las personas para quienes creíamos que éramos importantes.

Después de una hecatombe, un diluvio, la muerte o la alegría, sobreviene inevitablemente el olvido. Es lo primero en asentarse sobre las cosas y las almas. Somos frágiles ante sus embates, no hemos aprendido fórmulas certeras para enfrentarlo. Y muchas veces sosegadamente nos entregamos a él, lo dejamos hacer. Con suerte un día le damos batalla, lo despedazamos, instauramos la terquedad y seguimos caminando con el fardo pesado de los recuerdos y las experiencias. No queremos olvidar o lo que es lo mismo ir dejando tirados pedazos de nosotros mismos, de las materias y sueños-no me olvides que fueron edificándonos.

Por eso traigo este olvido de la mano de Pablo Neruda -y perdónenme por andar siempre enredada entre poesías y palabras- a la luz mortecina de esta tarde de noviembre que se acaba. Para alertar pequeñamente sobre sus estragos.

Quiero que sepas

una cosa.

Tú sabes cómo es esto:

si miro

la luna de cristal, la rama roja

del lento otoño en mi ventana,

si toco

junto al fuego

la impalpable ceniza

o el arrugado cuerpo de la leña,

todo me lleva a ti,

como si todo lo que existe,

aromas, luz, metales,

fueran pequeños barcos que navegan

hacia las islas tuyas que me aguardan.

Ahora bien,

si poco a poco dejas de quererme

dejaré de quererte poco a poco.

Si de pronto

me olvidas

no me busques

que ya te habré olvidado.

 Pablo Neruda

Grafitis

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Yo siempre creí que los grafitis se escribían exclusivamente sobre los muros, las paredes, con la protección de la noche y el salto en el estómago por el posible descubrimiento in situ; o que eran la vía expedita para mostrar inconformidad, rebeldía, gritos a través del trazo.
En Cuba, como casi siempre sucede, se revierten las normas y todo queda patas arriba dentro de la surrealidad que rodea la vida cotidiana. Ahora es en un periódico, el Juventud Rebelde, donde se publican todos los jueves diversos mensajes, grafitis electrónicos que la gente tiene a bien enviarse, por la urgencia de hacer constar lo que palpita . Casi todos son señales de amor, declaraciones a cara descubierta, confesiones a los cuatro vientos de cuanto se lleva en el alma, sin pudores, ni escondrijos.
Y se dejan mensajes y poemas como estos que comparto hoy con todos ustedes. 

Es mejor decirlo así, sin tragar saliva, / sin hacer acotaciones al pie de página/ o complicarse pensando por qué lo digo, / mejor sería decirte está bien, / hagamos el amor sin ningún contrato, /sin dividir, claro está, nuestros cuerpos/ en partes iguales, todo muy legal o conyugal, / además de sedentario. /Pero no, te quiero
Y con eso me basta para que entre tú y yo/ haya una luna preciosa y domesticada, y me importe un pito si la sociedad lo aprueba o no,/ al final somos nosotros dos/ los que disfrutan el amor,/ el uno sobre el otro,/el uno cerca del otro./ y así sucesivamente hasta deshacernos/ en polvo de estrellas.
Si te lo digo sin dudarlo es para que lo sepas/ y se lo cuentes a tus amigas y amigos, / al perro y al gato, allá ellos. /Puede parecer ridículo a estas alturas, / en que me siento postmoderno, prehistórico/ e irremediablemente una especie/ de animal político.
Pero si tú me lo decías/ mordiéndome el cuello o deslizando/ tus dedos como pájaros o espuma,/ entonces posiblemente alguien no comprenda/ por qué lo escribo, y según ellos/ debiera preocuparme/ por asuntos más poéticos y trascendentes?/ que no caben en la sencillez/ con que TE QUIERO.

**********

Naye: Tu amor me mantiene con vida. No me mates nunca. Papá

Mi amor: Si dejo que me importe, lo único que siento es dolor. Te amo. Johnny

Mi florecita silvestre: En seca o en lluvia, de día o de noche, en esta vida o en la otra; disfrazado de lluvia, rocío o sereno mi amor te rebosará. Tu jardinero

JorgeBT: No hay herida sin dolor, ni amor sin sufrimiento, gracias por ser el hombre que eres. Tu Titi

Loge: En la alegría y la tristeza, la enfermedad y la salud, la riqueza y la pobreza… Acepto… y acepto para toda la vida, no lo dudes. Te amo. Monik

APS: Ahora soy un libro nuevo, con las páginas vírgenes. Ábreme y vive mi historia. KNR