Los motivos de un cuento

El pasado 26 de agosto, Nara Mansur obtuvo el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2013 con el cuento “¿Por qué hablamos de amor siempre?”. A propósito del galardón, comparto este texto de la escritora cubana, escrito especialmente para la Casa de las Américas. 

Por Nara Mansur

El cuento lo empecé a escribir ese sábado en que llegaron a cortar los árboles enfrente del edificio donde vivo. Era un pequeño terreno muy estrecho lleno de un tipo de árboles que se llaman gomeros, y estuvo durante décadas sin construirse nada allí… en verdad nunca hubo nada construido ahí, quedaba como un espacio verde entre dos edificaciones. Esto es pleno centro de Buenos Aires, calle Perón al 2000 o como decimos los cubanos entre Junín y Ayacucho.

En esta cuadra hay muchas casas antiguas que fueron demolidas para construir garajes (estacionamientos), una manera muy rápida y barata de sacarle dinero a un terreno ―yo lo veo como lo más grosero del mercado inmobiliario―. No se conservan fachadas, no hay leyes que obliguen a seguir determinadas patrones urbanísticos… Entonces ese pequeño bosquecillo resulta que es comprado por el estacionamiento de al lado que quiso expandirse. Ahora lo que tenemos es un gran paredón con una pancarta publicitaria que va cambiando regularmente; por estos días hay una gran publicidad de Motorola.

Ese fue el disparador, tiré fotos con el celular mientras lloraba a moco tendido y llamaba por teléfono a mi marido que ya se había ido a Palomar a dar clases de batería.

En verdad no sé si “cuento” algo en el texto. Me interesa cada vez menos leer un libro, ir al teatro, al cine, a ver una historia, no soy de las apasionadas por la hipnosis del relato ―para decirlo en términos de Cortázar―, por el armado de sucesos y peripecias; creo que casi “me ofende” ese tipo de vínculo con “la obra” (risas), me hace sentir bastante estúpida convertirme en el lector o espectador detective que trata de descubrir qué va a pasar ―casi siempre lo adivino enseguida además, un verdadero horror―… debe ser por tanta telenovela que consumí desde niña, y en las condiciones que la vemos en Cuba: sentada toda la familia frente a un único televisor, y después vienen “los foros” más desopilantes que se puedan imaginar: en la bodega, la escuela, las oficinas, la parada de la guagua… todos opinando, adivinando sobre cómo seguiría la historia, qué debería hacer cada uno de los personajes, uno de verdad atravesaba la pantalla y vivía dentro de esas ficciones… pienso que las telenovelas nos han convocado a los cubanos como a los griegos la tragedia… algo así.

Me gusta pensar en una idea de escritura o textualidad más que en literatura. En un tejido, una urdimbre, en que uno es un escritor multitareas y se puede aproximar a formatos diferentes, a crear vínculos distintos. Pero esto viene del teatro, de la dramaturgia.

En “¿Por qué hablamos de amor siempre?” aparece una sucesión de preguntas que recorren el cuento y si hay una estructura o bastidor son las preguntas: quién soy, cómo hablar de las cosas que me importan, cómo hablar para crear determinados efectos, cómo armar los vínculos que me interesan, qué escribir para crear una participación del otro y no un quedarse quieto, cómo no bajar línea si uno está convencido de determinadas cosas, de algunas pocas al menos, cómo lidiar con los dogmas que nos han poseído ―que nos han violado casi―, qué somos hoy capaces de exigir como ciudadanos, qué somos capaces de ver, podemos constituirnos de un modo suficientemente artístico en nuestras vidas, “qué cosas me motivan, qué cosas me empobrecen”. Uno y sus despojos.

¿Cuándo comencé a pensar en la reparación total de todo lo que tengo a mi alrededor? ¿Cuándo la restauración del comportamiento ―el amor a toda prueba, la entrega total― fue el objetivo más importante de mi vida?

Que nada se eche a perder / que sea posible devolverles una segunda vida, quién sabe si más interesante, más hermosa / Nosotros los cubanos vamos a tener una segunda oportunidad.

Creo que en estos tiempos de seudo-comunicación necesitamos re-crear nuestras relaciones con la vida y con el lenguaje. Las palabras han sido vaciadas y están por llenarse y cargarse en cualquier momento. Lo poético cada vez tiene que ver menos con la literatura, las fuerzas de su redención, de su eficacia, de su organicidad no se las confiere la literatura sino que están dadas por el vínculo que pueden establecer ―físico, mental―, un vínculo libertario que nos permita imaginar y reflexionar. Introduzco fragmentos de “El saber curioso y el saber cruel”, un texto maravilloso del sicoanalista argentino Fernando Ulloa que entiendo complejiza lo que he ido exponiendo en el cuento.

Trabajé en la Casa de las Américas desde octubre de 1994 a enero de 2007. Es un lugar excepcional para formarse, para trabajar; le debo a la Casa casi todo lo que aprendí, desde vestirme, hablar en público sin salir corriendo (risas) hasta conocer a teatristas muy reconocidos de la América Latina. Me dio un bagaje tremendo, me dio la posibilidad de viajar, de intercambiar, hacer entrevistas, pensar una programación, conocer al público, hacer una revista de teatro. Es un trabajo multitareas que tiene de todo un poco, hay mucho de trabajo ejecutivo, de resolver problemas concretos, atender al que llama, fotocopiar, servir el café, escribir cartas, el típico trabajo de gestión cultural, de servicio público, que me ha encantado hacer: de alguna manera te invisibiliza porque no importa si escribes poemas, obras de teatro cuando llegas a tu casa; lo personal está colocado en la apuesta de lo colectivo. Eso me dio mucha seguridad durante muchos años, casi quince.

Yo soy una persona triste, melancólica, la Casa me permitió también salir todos los días a trabajar, bañarme, vestirme. Mi primera jefa, Rosa Ileana Boudet, siempre nos pedía ¡ideas, ideas! en las reuniones de la Dirección de Teatro… así que había que poner el oso a trabajar… En un sentido ella me ha hecho pensar que un gestor cultural es en el mejor de los casos un artista conceptual. Y aunque creo que para ella fui una colaboradora menos eficaz que lo que fui para Vivian (Martínez) porque eran mis primeros años en la Casa, Rosa Ileana tenía una enorme fe en mí, siempre me decía lo imaginativa que era, lo talentosa que era, en ese tiempo ella veía en mí lo que yo no veía. He tratado de imitarla con la gente joven que ha trabajado conmigo, como Dinorah Pérez Rementería o con mis alumnos de Dramaturgia del ISA.

Para algunos la juventud puede ser difícil, esa etapa de la vida en que uno sufre, se siente muy inseguro. Durante mucho tiempo yo escribía por fuera de mi ocupación principal que era el trabajo en la Casa de las Américas y después como profesora del ISA. Puede que haya perdido mucho tiempo o me sentía muy insegura de lo que producía como “escritora”, o quizá es que me gustaba mucho mi trabajo en la Casa y eso me satisfacía,… en algún lado he dicho que me he considerado siempre una “artista aficionada”…

Los premios Guillén y Cortázar han venido asociados a no tener un trabajo estable, lo que me ha hecho tener más tiempo para escribir o no tener la cabeza ocupada en otros pensamientos más que en “el vacío”… es todo bastante paradójico en la vida y los premios son pequeños milagros que a veces suceden. Por eso uno tendría que estar relajado pero concentrado en ese vacío que en verdad es lo lleno o lo que puede llenarse con el trabajo.

Julio Cortázar es un gran escritor, un gran mito, una presencia en la Casa de las Américas, en la literatura cubana, uno lo ve en su bicicleta frente al malecón todavía, escribiendo, participando, asistiendo a los cambios de un país, incorporándolos a su propia persona.

Me resulta extraño oírle a algunos escritores argentinos que Cortázar es una lectura de juventud. Siento que está la idea de que si te dejas capturar por la política, hablar de ello, comprometerte con algo esto finalmente te terminará devorando, achicando tu imagen intelectual. Me encanta no imaginar a Cortázar en la biblioteca sino en un aula dando clases, en la calle, enamorándose, sintiéndose defraudado, pidiendo explicaciones a sus amigos por todo lo que no entiende, pensando en el Che, viajando, haciéndose latinoamericano. Admiro su trayectoria, su transparencia, su sentido del humor, hasta lo que hoy en tiempos de tanto cinismo puede resultar un decir ingenuo.

Tengo una foto en la tumba de Cortázar en el cementerio de Montparnasse en París, 1996. Recuerdo que fuimos Guillermo Rodríguez Rivera y yo con un mapa que trazaba el recorrido de los personajes de Rayuela por la ciudad… había salido en la revista argentina La Maga. La foto es en blanco y negro porque había comprado un rollo de 400 asas para tirar fotos de teatro, y fue el que estaba puesto en la cámara ese día.

Tomado de La Ventana

Tierno Santiago

«La ternura es la solidaridad de los pueblos»

Ya presentíamos La Habana. Los puentes, el paisaje, las señalizaciones en la vía, el cuerpo; todo nos avisaba su cercanía. Era solo cuestión de avanzar un poco más, de no distraernos con los dibujos que el sol hacía en el cielo a esa hora en que decide si quedarse o irse.

Todo había salido bien, a pesar de que cuando uno viaja por carretera en una guagua Yutong cualquier imprevisto es posible, y esperado. Por eso cuando el ómnibus se detuvo sin motivos aparentes y  los choferes bajaron con cara de circunstancias, todos creímos que la buena suerte por ese día había terminado.

Algunos hombres bajaron, en ese afán por hacerle frente a las situaciones aunque no tengan ni idea de cómo resolverlas, y después de conferenciar por un rato con los choferes, alguno vino a informar que había problemas con el motor, con el combustible que se había acabado o que no se había acabado pero que no llegaba al motor. Algo así. Lo único cierto era que estábamos varados, a expensas de que algún buen samaritano quisiera donarnos un poco de combustible de sus propios vehículos.

Ahí empezó la aventura. Los choferes montaron guardia  dentrás del ómnibus a la espera de camiones, rastras, otras guaguas, pero en la autopista nacional los vehículos pasan casi a la velocidad de la luz, nadie se detiene, si acaso alguien aminora un poco la marcha, mira extrañado por la ventanilla con cara de quien está mirando un hipopótamo en el zoológico y sigue su camino.   Esos éramos en ese momento, el hipopótamo.

Y vimos las estrategias de escape más burdas. Aunque solo nos faltaba soltar bengalas, más de uno se hizo el desentendido, como si esa parte de la vía correspondiera a un mundo ficticio o a un espejismo del que había que dudar. Por más señas que hicieron los choferes y tripulantes juntos, por más explicaciones que dieran, nadie parecía poder desprenderse del petróleo que necesitábamos para llegar a La Habana. Y la noche hacía su entrada menos aplaudida.

Por fin apareció una rastra. Todos parecíamos Rodrigo de Triana gritando !tierra! desde la carabela La pinta, mirando el carro con la misma esperanza con la que el marinero miró por primera vez las tierras del «nuevo mundo».  El chofer recién llegado no pidió muchas explicaciones, bastaron algunas palabras. No vi la totalidad de sus gestos, pero fueron pocos los minutos que mediaron hasta que el motor recién alimentado volvió a rugir gozoso. Nos poníamos en marcha nuevamente.

Nunca supe el nombre de nuestro benefactor -hay detalles que ante los imperativos del momento se ovbian- , tampoco recuerdo quién fue la persona que me dijo que ese hombre generoso era santiaguero.