Rescato del tiempo esta entrevista que le hiciera a Enrique Ubieta en los albores de nuestra amistad. Aunque fue hecha hace dos años, es como si los temas que tratamos en ella, los hubiéramos hablado ayer mismo.
Enrique Ubieta Gómez (La Habana, 1958), es un ensayista y periodista cubano que, como tantos otros, mantiene vivos los ideales de su juventud. No se volvió “cuerdo” con la edad o los aparentes finales históricos. Quizás nació otras veces, sin saberlo, como revolucionario, que es la única forma –piensa él–, de continuar siéndolo.
Aprovecho entonces el hecho fortuito de compartir la trinchera, para pedirle –desde mis pocos años y mi afán por entender–, que me ayude a mirar la realidad que habitamos, la del día a día, la urgente, compleja y hermosa.
Por el camino iremos desbrozando certezas, incertidumbres y anhelos, muchos de ellos comunes y desde el convencimiento de que ser revolucionario, con todo lo que ello significa, no solo es hoy la única opción ética, también es la única postura cuerda y hasta pragmática ante el desastre ecológico y social que puede hundir a la civilización humana.
Terminando la primera década del siglo XXI ¿Cree que todavía es válido hablar de la utopía? ¿Qué sea atractiva su utilidad como impulsora de viajes impostergables y difíciles?
Debo primero aclarar un poco el concepto. La palabra utopía proviene del griego y significa no – lugar, es decir, “lugar que no existe”. Tomás Moro la emplea para nombrar su Isla e imaginar en ella una sociedad alternativa, superior a las existentes. Y aunque el pensamiento socialista utópico se convierte en una opción retardataria cuando Marx y Engels descubren las leyes que mueven los procesos sociales, no podemos obviar el simbolismo de ese término en la cultura latinoamericana, surgida de la yuxtaposición de sucesivas utopías humanas. No olvides que la obra de Moro fue escrita en 1516, unos años después del descubrimiento de América. Por los conocimientos geográficos de la época, la Isla así nombrada por Moro pudo haber sido caribeña. Y me gusta pensar que era la isla de Cuba. Fuera de los marcos estrictamente filosóficos, el concepto adquiere un sentido movilizador y no tiene necesariamente que interpretarse como una carencia o una dejación de los instrumentos científicos aportados por el marxismo. Una cosa es ser un “socialista utópico”, un fantaseador de realidades que se desentiende de, o desconoce, las leyes sociales, y otra, asumir el perenne anhelo humano (social) de superación y de perfección como el lugar al que nunca se llega. ¿Para qué sirve la utopía?, preguntaba Eduardo Galeano y respondía: “Ella está en el horizonte (…). Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para que sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar”. A veces, desde un marxismo doctrinario, aparecen críticos del término que yerran el tiro; no se defiende al marxismo matando el espíritu metafórico de ciertos términos, aún cuando se usen en un sentido diferente al filosóficamente adoptado por Marx o Engels. No suelo responder a ese tipo de críticas, que nos empantanan en la escolástica seudo-revolucionaria.
Es significativo en cambio el uso que hacen del concepto declarados enemigos de la Revolución. El mexicano Jorge Castañeda, por ejemplo, escribe un libro que titula La utopía desarmada, en la corriente triunfalista de la Reacción de los años noventa, para referirse al fin de la lucha guerrillera –y de los sueños de redención social–, en el continente. Mi libro La utopía rearmada (2002) que describe la hazaña de las brigadas médicas cubanas en Centroamérica unos años después, es una respuesta indirecta a ese enunciado. Rafael Rojas, por su parte, traza dos líneas matrices para el pensamiento cubano, una supuestamente utilitaria y moderna, la otra, utópica y antimoderna. En este último caso, hay que anotar que Rojas identifica la modernidad con el capitalismo, y que el uso peyorativo del término utópico engloba los sucesivos proyectos revolucionarios que produjo Cuba en los siglos XIX y XX –por la independencia y la justicia social–, desde Caballero y Varela, pasando por José Martí, hasta Fidel Castro.
Mientras exista un horizonte, la Humanidad avanzará esperanzada hacia él. Como sabes, en los noventa el cielo se nubló de tal manera, que era imposible ver el horizonte. Sin horizonte no había viaje. Y se anunció el fin de la historia. Por eso en cuanto el tiempo empezó a mejorar (o a empeorar, porque en los procesos sociales mientras peor va la cosa, mejor se ve), la contrarrevolución trasnacional sustituyó la neblina original por humo de pirotecnia, para que nadie atisbase el horizonte. Ese efecto paralizante no podía mantenerse de forma indefinida, así que los pueblos volvieron muy pronto a vislumbrarlo y recuperaron la certeza de que un mundo mejor es posible. Hay un cuento largo de José Saramago que habla de una embarcación que a ratos parece una Isla, surcando los mares en busca de una Isla desconocida; una Isla buscando una Isla, buscándose, o si prefieres la Utopía buscándose a sí misma. Mi libro La utopía rearmada se inicia con una versión del cuento de Saramago, en el que la Isla que busca y se busca es por supuesto Cuba. Y mi blog en el ciberespacio se llama así, La isla desconocida. Pero hoy en América Latina se puede decir que hay muchas embarcaciones que navegan en pos de sí mismas.
En el libro Por la izquierda, del cual es el compilador, Tom Hayden, considerado por muchos como el líder social más carismático e influyente de los sesenta en Estados Unidos, argumentaba que “si todos decidiéramos regresar a los ideales de nuestra juventud, el mundo se estremecería”. ¿Cree que los ideales de la juventud actual no son capaces de estremecer al mundo e incluso coadyuvar en su transformación?
Es cierto que los hombres no se parecen a sus padres sino a su tiempo, como sentenció Marx, pero esa frase parte de un importante sobreentendido: en cada tiempo hay diferentes tipos de hombres. Cuando Fidel atacó el Moncada, la mayoría de sus contemporáneos bailaba en los carnavales santiagueros. ¿Cuáles eran los hombres de su tiempo? ¿Los que bailaban o los que combatían? Los hombres escogen a qué grupo generacional, es decir, a qué tiempo quieren pertenecer. Porque hay dos tiempos que no son cronológicos y que igualan a cierto tipo de hombres en todas las épocas: el de las minorías que combaten y el de las mayorías que se acomodan. Pero incluso esas mayorías aparentemente desentendidas suelen respetar el honor ajeno, y suelen seguirlo.
¿Qué une a Tupac Amaru con los tupamaros, a Bolívar con los bolivarianos, a Martí con los revolucionarios cubanos de su centenario, a Sandino con los sandinistas? He mencionado nombres propios, pero ninguno de ellos se movía solo, con ellos estaba una generación. Creo que hay épocas opacas y épocas luminosas, pero en unas y otras existe una vanguardia de hombres y mujeres que se parece a la vanguardia de cualquier otra época: porque los grandes héroes y acontecimientos no se emparentan en la letra de sus discursos o acciones, sino en su espíritu. En el sentido de sus palabras y no en su mero significado, es que Varela, Céspedes, Martí, Mella, el Che y Fidel establecen un hilo de continuidad histórica. Los arqueólogos de la historia y los contrarrevolucionarios tratan en vano de diferenciarlos, oponiendo significantes vacíos de sentido.
Ahora bien, la vanguardia de una generación puede marcar la conducta, heroica incluso, del resto de sus coetáneos, pero no deja de ser una vanguardia: los “Adelantados” producen la chispa, pero si la hierba no está seca, si no existe un sentimiento de inconformidad y una vocación de justicia en las masas, no hay incendio. En la sicología social de los pueblos existe una tendencia al cambio extremo de consensos. Si revisas la historia del siglo XX, apreciarás el predominio de los valores de la izquierda en las décadas del veinte y del treinta, los de derecha en los años cuarenta y cincuenta, los de izquierda, nuevamente, en los sesenta y setenta; y el regreso de la derecha en los ochenta y noventa. Los intelectuales son celebrados según el color político de cada época: en los sesenta, hasta Borges y Paz se mostraban “izquierdosos” y publicaban entusiastas poemas rojos de los que después renegaron. Los noventa fueron opacos por muchas razones, pero tuvieron, tienen, una vanguardia, y los jóvenes que entonces se formaron en Cuba, aún los más apolíticos, heredaron valores que son visibles incluso en aquellos que abandonaron el proyecto social.
Por eso, no hay que hacerle demasiado caso a los signos de una época: el conservadurismo de las masas, que por lo general refleja cierto cansancio social o el agotamiento de alguna vía redentora, siempre es un estado pasajero si los problemas sociales persisten. No acepto explicaciones tan superficiales como las que se refugian en un “así piensa o siente la gente”: el optimismo, como el pesimismo, se construyen. En los sesenta la mayoría de los escritores se declaraba públicamente de izquierdas, y eso no impidió que la Reacción trabajara en la creación de escritores de derechas. Las generaciones literarias se construyen, y no por ello dejan de ser hijas de una época. La juventud es rebelde por naturaleza, porque las sociedades necesitan de un factor iconoclasta que las renueve. El capitalismo encausa esa rebeldía hacia el libre albedrío por la vía del mercado, de forma que en unos años, la transforma en un nuevo conservadurismo; el socialismo necesita encausar la rebeldía hacia el conocimiento (que conlleva responsabilidad) y liberarla de las atractivas ofertas de un mercado que vende y compra conciencias. No siempre lo logra.
¿Existe una manera nueva de ser revolucionario, es un término que también se ha resemantizado o sigue teniendo las mismas significaciones?
En primer lugar, un revolucionario no se conforma con la descripción y transformación de lo visible, que suele ser lo aparente, la manifestación inmediata del problema; busca las razones últimas, descubre la raíz, e intenta soluciones auténticas. En ese sentido es un radical. Es exactamente lo contrario a un reformista. Este último acepta el estado de cosas existente, lo describe minuciosamente como si fuese la inamovible Realidad, y proyecta sobre él los cambios que considera posibles; es cientificista, no científico, porque se atiene a lo visible, a lo empíricamente demostrable. Los positivistas cubanos del siglo XIX fueron casi todos reformistas. Un revolucionario –-tenemos en Cuba dos ejemplos luminosos: José Martí y Fidel Castro–, sabe que tras lo visible o aparente, existen posibilidades ocultas. Hay una anécdota de Martí muy ilustrativa de lo que digo: después de un encendido discurso revolucionario en Tampa, cuentan que un emigrado recién llegado le dijo, pero señor, en la Isla no se respira la atmósfera que usted describe, a lo que el Apóstol respondió: es que yo no hablo de la atmósfera, yo hablo del subsuelo.
Un segundo aspecto, tan importante o más que el anterior, lo resume el Che en una frase: “Déjeme decirle, aún a costa de parecer ridículo –afirmaba sin titubear–, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor”. Si no existen motivaciones éticas, no se es revolucionario. La definición más reciente y completa de Revolución que hace Fidel es esencialmente ética. No se lucha por los pobres porque así lo dice una teoría o un libro; se lucha contra las injusticias, ocurran donde ocurran, porque es una necesidad ética. Las teorías explican las razones de las injusticias y las posibles soluciones, y pueden equivocarse y mejorarse, pero un revolucionario no se equivoca a la hora de tomar partido por los explotados. Roque Dalton se burla de los seudorevolucionarios de salón en unos versos certeros: «Los que / en el mejor de los casos / quieren hacer la revolución / para la Historia para la lógica / para la ciencia y la naturaleza / para los libros del próximo año o el futuro / para ganar la discusión e incluso / para salir por fin en los diarios y no simplemente / para eliminar el hambre / para eliminar la explotación de los explotados». Esos fueron los que no soportaron el derrumbe de lo que se llamó “el campo socialista”.
La derecha, en su momento de mayor auge, allá por los años noventa, trató de trazar las coordenadas de una izquierda “civilizada”, “democrática”, “políticamente correcta” –imagínate a la derecha estableciendo un canon de comportamiento para la izquierda–, que se opusiera a la que identifica muy claramente como “izquierda revolucionaria”. Todavía hoy intenta oponer ambos conceptos, con lo cual no hace sino ratificar la vigencia y la coherencia históricas de los revolucionarios. Sigue leyendo →