Un hombre sin suerte

Samanta Schweblin, escritora argentina

Samanta Schweblin, escritora argentina

De la escritora argentina Samanta Schweblin he hablado en varias ocasiones en mi blog. Lo cual quiere decir que me gusta mucho su manera de escribir, de contarnos historias. Esta vez el pretexto es que Samanta acaba de recibir hace unos días el  Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, en su edición 30 con el cuento Un hombre de suerte. Llama la atención que de ahora en adelante este concurso cambiará de nombre a pedido de los familiares del escritor mexicano. De todas formas se impone celebrar esta noticia de la mejor manera: leyendo la historia. Buen provecho!!!

Un hombre de suerte

El día que cumplí ocho años, mi hermana -que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo-, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.

-Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá- Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.

La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.

Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.

Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:

-Sacate la bombacha.

Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:

-¡Sacate la puta bombacha!

Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.

Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.

-Vamos, vamos –dijo papá.

Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía hablar, daba explicaciones a las enfermeras.

-Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.

Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuanto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.

-¿Qué tal? –preguntó.

Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.

-Bien –dije.

-¿Estás esperando a alguien? Sigue leyendo

Matar a un perro

¿Los perros callejeros irán al cielo?

¿Los perros callejeros irán al cielo?

Ya les había hablado de  Samanta Schweblinuna joven escritora argentina que me gusta mucho por las historias que cuenta y por su manera de hacerlo. Lo primero y más reciente que he leído de ella es La furia de las pestes, premio Casa de las Américas de cuento. Fue un libro prestado, de esos que me hacen pensar: «mejor no devolverlo», para después hacerlo en nombre de las buenas costumbres -que nunca como en ese momento preferí pasar por alto- y de la fiebre lectora que consume a la amiga que me lo cedió temporalmente. Entonces terminé devolviéndolo, en honor a esa pasión que llaman leer.

Desde el mismo día que me fue presentado La furia de las pestes me hicieron énfasis en que leyera Matar a un perro, uno de los cuentos que debía guardar el volumen. Por más que lo busqué no pude encontrar en el libro la historia referida. Primero pensé que quizás la autora en la preparación de  esta nueva edición de su libro hubiera cambiado el título de algún cuento, pero después comprendí que por mucho que lo intentara no habían perros, ni «perricidios» allí.

Pasaron los días y hoy precisamente mi amiga después de tener nuevamente en sus manos el libro se percató que no era en él donde estaba el cuento que insistentemente me recomendó. A manera de desagravio me lo envió por facebook y hoy lo comparto con ustedes.  Espero lo disfruten tanto como yo.

MATAR A UN PERRO

El Topo dice: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar indicado y me pasó a buscar en el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de conocernos. No me mira, dicen que nunca mira a nadie a los ojos. Edad, dice, cuarenta y dos, digo, y cuando dice que soy viejo pienso que él seguro tiene más. Lleva unos pequeños anteojos negros y debe ser por eso que le dicen el Topo. Me ordena conducir hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y se relaja. La prueba es fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy nervioso. Si no hago las cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no hay otra razón para entrar. Matar a un perro a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo peor. Ellos dicen: algo peor, y miran hacia otro lado, como si nosotros, la gente que todavía no entró, no supiéramos que peor es matar a una persona, golpear a una persona hasta matarla. Sigue leyendo

Dejarse atrapar

La furia de las pestes de Samanta Schweblin

La furia de las pestes de Samanta Schweblin

Los libros, los buscas o te encuentran. Para ser sincera siempre he preferido que ellos me encuentren, que me sorprendan. De vez en cuando tengo esa dicha. En estos días he sido encontrada por La furia de las pestes de la escritora argentina Samanta Schweblin. Casi no lo leo, pero se las agenció para que entre todos los libros disponibles para mí en el librero de unos amigos, al final de la noche fuera uno de los elegidos.

Y así comenzó esta etapa de plena identificación. En esta época del año y de mi vida, siento que no habría podido encontrar algo mejor para acompañarme. Es un libro pequeño, sincero, sin poses, real, aunque hable de cosas inverosímiles y a la vez tan ciertas.

Todavía no lo termino, pero presiento que a Samanta la rastrearé por las librerías cubanas y por Internet, para saber nuevas noticias editoriales suyas. Es una de las escritoras que ha llegado para quedarse entre mis días.

En este libro suyo el cuento El hombre sirena es uno de los que prefiero, porque me recuerda a Córtazar,  porque sin decirlo habla de las cosas que no deben postergarse bajo ninguna circunstancia. Hay pérdidas que son irreparables y en momentos así de riesgo, es mejor no andar distraídos porque la vida muchas veces no entiende de segundas oportunidades.    

Así que cuando encuentren un libro parecido, déjense atrapar. A veces ser este tipo de víctima tiene sus recompensas.

Algunas pistas sobre Samanta:

Nació en Buenos Aires en 1978. Es egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. En 2001 obtuvo dos relevantes premios: el del Fondo Nacional de las Artes y el Concurso Nacional Haroldo Conti con su libro El núcleo del disturbio (publicado en 2002). Ha sido premio Casa de las Américas en el 2008, en la categoría de Cuento. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, al francés y al sueco.