La madrugada no vuelve a ser igual después de que has escuchado a un hombre golpear a una mujer. No vuelve a ser igual cuando comprendes que ella no tiene las fuerzas precisas para abandonarlo, denunciarlo, romper el lazo. No vuelve a ser igual cuando sabes que las marcas del cuerpo se borrarán para que en ese mismo lugar, vuelvan a crecer nuevas y más profundas formas de la violencia contra ella, que en el peor de los casos confundirá con amor o creerá que la tiene merecida, porque una mujer le pertenece a su hombre y por lo tanto está bien el castigo. Luego de este dolor que sentía mío, solo pude escribir esto.
Cómo será el sonido de lo que dentro queda roto para siempre, desacido de su centro,
huérfano de los lazos que antes lo mantuvieron sujeto a algún lugar, que tuvo su nombre y su alegría.
Cómo será el color de esas zonas donde el espanto es mascullado entre pezados de piel,
buches de sangre, algún diente colgante, la nariz rota,
el estómago adolorido.
Cómo de grande es la distancia para llegar a la protección,
para sacarte de encima un cuerpo conocido hasta un segundo antes,
para empuñar el cuchillo, la rabia,
para dar el portazo definitivo, para que la madrugada sea el tajo por el que se escapa al fin
a la vida.
Cómo se sobrevive a la humillación, al desfiguramiento del rostro
y de los pedazos danzantes que el alma tuvo en algún momento de paz, de lucidez.
Cómo se pide ayuda, cómo uno se eleva por encima de dolor y puede permanecer intacta,
mirar de frente, ofrecer al otro día una mujer completamente nueva, que cerró el círculo,
que no se dejó vencer, que encadenó para siempre el puño que la mancilló.