Leonardo Padura comparte un adelanto de su nueva novela «Herejes»

El escritor Leonardo Padura en su casa de Mantilla, foto de Abel Carmenate

Leonardo Padura ofreció un regalo excepcional a sus lectores cuando el martes, al finalizar su intervención de apertura de la Semana de Autor que organiza la Casa de las Américas de La Habana, dedicada por primera vez a un escritor cubano,  leyó un fragmento de su novela en preparación Herejes.

Herejes

Se sabía un privilegiado, vislumbraba que asistiría a sucesos maravillosos, y quería tener la alternativa de recordarlos por el resto de los días de su vida y, tal vez, en un futuro imprevisible, trasmitirlos a otros. Por ello, un par de semanas después de que comenzara a frecuentar la casa y el taller del Maestro, Elías Ambrosius decidió llevar una especie de libro de impresiones donde iría escribiendo sus conmociones, descubrimientos, elucubraciones y adquisiciones a la sombra y luz del Maestro. Y también sus temores y dudas.

Mucho debió pensar dónde esconder el cuaderno, pues, de caer en manos de alguien –y pensó ante todo en su hermano Amós, cada día más intransigente en cuestiones religiosas, empeñado incluso en hablar con la escabrosa jerga de los rústicos judíos del este– haría innecesarias todas las precauciones y encubrimientos, imposible el mínimo intento de defensa. Al final se decidió por una trampilla abierta en el suelo de tablas de la buhardilla, resguardada de la vista por un viejo cofre de madera y cuero.

En la primera página del cuaderno, ensamblado y empastado por él mismo en la imprenta, según el modelo de los tafelet en los cuales los pintores solían hacer sus bocetos, escribió en ladino, con letras grandes, poniendo empeño en la belleza de la caligrafía gótica: Nueva Jerusalén, Año 5403 de la Creación del Mundo, 1643 de la Era Común. Y para empezar se dedicó a relatar lo que significaba para él la posibilidad de compartir el mundo del Maestro y luego, en varias entradas, cargadas de adjetivos y admiraciones, trató de expresar la sensación de epifanía que le había provocado convertirse en testigo del acto milagroso a través del cual aquel hombre tocado por el genio sacaba las figuras de la base de color muerto imprimada en el tablero de roble, cómo las vestía, les daba rostros y expresiones con retoques de pincel, cómo las iluminaba con un fabuloso, casi mágico juego de colores ocres, mientras las ubicaba en un semicírculo alrededor de la mujer arrodillada y vestida de blanco, para darle forma definitiva al drama cristiano de Jesús otorgando el perdón a la mujer adúltera, condenada a morir apedreada. El trabajo había resultado un proceso de pura creación ex–nihilo, en el que día a día el joven había podido contemplar una convocatoria de trazos y colores que aparecían y tomaban cuerpo para ser devorados muchas veces por otros trazos, otros colores capaces de perfilar mejor las siluetas, los ornamentos, los decorados, las formas y las luces (¿cómo lograba aquella controversia de oscuridades y luces?) hasta, después de muchas horas de esfuerzo, alcanzar la más retumbante de las perfecciones.

Según habían acordado el día de la primera visita, Elías, una vez concluida su labor cotidiana en la imprenta, trabajaba en la casa del Maestro todas las tardes y noches, del lunes al jueves, y hasta un par de horas antes de la caída del sol la tarde del viernes (“Cuando termina el viernes tú debes cumplir con tus compromisos como judío. El domingo a veces voy a mi iglesia y, si puedo evitarlo, no me gusta tener a nadie en casa”, le dijo el Maestro). Escoba y bayeta en mano, siguiendo las instrucciones de la señora Dircx, el joven comenzaba a recorrer el inmueble donde, en una época, la alegría, la fiesta y la charla habían llenado los días y las noches, pero en la que ahora se respiraba la atmósfera lóbrega forjada por la presencia de la muerte, que tanto había rondado por allí, hasta terminar por llevarse a la joven esposa del Maestro. Solo traían señales de vida y normalidad al ambiente las carreras, risas y llantos del pequeño Titus, el hijo sobreviviente, y la presencia de los discípulos, algunos incluso más jóvenes que Elías, quienes muchas veces no podían evitar el estallido de una risa capaz de alterar por unos momentos la atmósfera lúgubre encerrada entre aquellas paredes.

Elías siempre realizaba sus faenas de prisa, aunque a conciencia, deseando subir cuanto antes al ático donde los alumnos trabajaban en sus cubículos. Incluso, si era posible, intentaba acceder al estudio del Maestro antes de la caída de la tarde, pues a pesar de su preferencia por las escenas nocturnas, descubriría que muy pocas veces el hombre continuaba su labor sobre un cuadro utilizando la luz de las velas o una fogata preparada por los ayudantes en una gran caldera de cobre diseñada para aquel fin. Pero cuando llegó la primavera y se retrasó la desaparición del sol, Elías pudo disponer de más tiempo para vagar, siempre en silencio, escoba y balde en mano, por el estudio del pintor y, cuando éste no trabajaba o cuando sí lo hacia pero pasaba el cerrojo, en ocasiones permanecía en los salones de la primera planta, contemplando las obras recientes del Maestro (un delicadísimo retrato de su difunta esposa, adornada como una reina y mostrando su última sonrisa; una magnífica estampa de David y Jonatás rezumante de ternura, en la que el Maestro había utilizado su propio rostro para crear al segundo de los personajes); las pinturas de sus amigos y discípulos más aventajados (Jan Lievens, Gerrit Dou, Ferdinand Bol, Govaert Flinck) y piezas que había adquirido, algunas para conservarlas, otras para venderlas con alguna ganancia, entre ellas una Samaritana de Giorgone, una recreación de Hero y Leonardo del exuberante flamenco Rubens, y aquella cabeza de virgen vista el día de su primera visita a la casa, que resultó ser obra del gran Rafaello. Las más de las veces, por supuesto, se dirigía a los cubículos de la buhardilla, delimitados por paneles móviles, donde laboraban los aprendices, en unas ocasiones guiados por el Maestro, otras trabajando sus propias obras, según las capacidades ya adquiridas. Con el danés Keil, con Samuel von Hoogstraten, el aniñado Aert de Gelder y, sobre todo, con el muy dotado Carel Fabritius (no por gusto convocado con frecuencia por el Maestro para que lo ayudara a adelantar algunos de sus trabajos) comenzó su verdadero aprendizaje de los misterios de las composiciones, las luces y las formas, aunque con todos se cuidó de revelarle sus verdaderas intenciones, aun cuando asumía que a ninguno de los discípulos y aprendices les sería difícil adivinarlas, mas también que muy poco les podría interesar a aquellos vástagos de comerciantes y burócratas acaudalados las posibles pretensiones de un insignificante criado judío.

En las primeras semanas el Maestro apenas volvió a dirigirle la palabra a Elías, salvo cuando le ordenaba que limpiara un sitio o le alcanzara un determinado objeto. Aquel tratamiento, muy cercano al desdén, motivado tal vez por lo poco rentable que resultaba su presencia, hería el orgullo del joven, pero no lo vencía: al fin y al cabo estaba donde él quería estar y aprendía lo que tanto había deseado aprender. Y ser invisible era su mejor escudo, tanto dentro como fuera de aquella casa.

Elías solía estar particularmente atento a las labores ordenadas a los discípulos, pues bien sabía que se trataba de las reglas básicas del oficio. Alguna vez, con suerte, él también recibiría aquellos mandatos. Siguió con especial atención el proceso encargado a los aprendices de dar segundas y terceras capas de imprimación a los lienzos, sobre los cuales muchas veces aplicaban una mezcla gruesa, casi rugosa, de cuarzo gris coloreado con un poco de marrón ocre, más o menos rebajado con blanco, diluido todo en aceite secante, para conseguir la máxima rugosidad de la textura y el color muerto exigido por el Maestro; observó con detenimiento el arte de preparar los colores, luego de pasar por el molinillo y pulverizar en el mortero las piedras de pigmentos, para luego mezclarlas con cantidades precisas de aceite de linaza procurando que aglutinara lo suficiente, sin estar demasiado pastoso; estudió la forma de disponer la paleta del Maestro (asombrosamente reducida en colores) según la fase en que se hallara la obra o de acuerdo al sector de ella donde trabajaría en ese momento. Todas aquellas labores se desarrollaban con mandatos precisos, y solo en ocasiones derivaban hacia la explicación más o menos didáctica de las intenciones del artista. Elías descubrió, además, que el pintor, como si nada más confiara en su habilidad para lograr el tono preciso exigido por su mente, era por lo general quien preparaba los colores amarillos, oros, cobres, tierras y sienas, que utilizaba con profusión. Sin embargo, fue en conversaciones con el amable Aert de Gelder, el discípulo que con mayor facilidad podía reproducir obras del Maestro, como si tuviera dentro de sí al propio Maestro, que Elías Ambrosius tuvo las primeras nociones de cómo debían combinarse los colores para lograr aquellos impresionantes efectos de luz y cómo aplicarlos para alcanzar las más tenebrosas sombras que tanto dramatismo interior daban a las piezas salidas del taller.

Una tarde del mes de abril –apenas pasado Pesaj, la Pascua judía que, por los rituales estipulados, espació las estancias de Elías en la casa–, el joven tuvo dos grandes satisfacciones. La primera fue cuando, al entrar en el estudio, vio al Maestro sentado ante un lienzo que había ordenado preparar unos días antes a Carel Fabritius. Durante las jornadas en que el discípulo estuvo trabajando en la tela de seis cuartos de alto por un ell de ancho, Elías había asistido al origen más remoto de una obra que en ese instante solo estaba en la mente del Maestro, palpitando como un deseo. Mientras Fabritius cubría a tela, el Maestro se dedicaba a dibujar sobre una tablilla y observaba de reojo el trabajo sobre el lienzo. En dos ocasiones pidió “más”, y Fabritius había debido agregar a la mezcla polvo de tierra de Kasel, para concederle un tono aún más profundo a la superficie. Al fin, sobre aquel plano casi negro, matizado con un destello marrón, el Maestro había marcado después unos trazos de blanco plomo, refulgentes, que Elías identificó con la forma de una cabeza, cubierta tal vez con un bonete… como el que en ese instante llevaba el pintor. La disposición de los espejos, colocados más allá del caballete de modo tal que el artista pudiera verse a sí mismo de frente y de tres cuartos y en un ángulo en el cual la luz del sol, filtrada por las ventanas, destacara solo una de las mejillas del modelo, le reveló el asunto de la obra.

Apenas Fabritius abandonó el estudio, Elías Ambrosius, moviéndose con el mayor sigilo, metió dentro del balde una decena larga de pinceles sucios recogidos del suelo y recuperó a su compañera la escoba para también él salir del recinto: la primera ley que había aprendido al llegar al taller era que cuando el Maestro trabajaba en un autorretrato siempre debía estar solo, a menos que solicitara la presencia de alguien –bien para usarlo como modelo de la ropa o como retocador de ciertas zonas de la pieza-. Por eso se asombró al escuchar la voz del Maestro cuando le habló a la imagen de Elías reflejada en el espejo: “Quédate”.

Elías recostó la escoba y bajó el balde, pero no se movió. El Maestro recuperó su mutismo y clavó la mirada en su propio rostro, visto en el cristal reflectante. Aquel rostro había sido, sin duda, el más socorrido objeto de representación sobre el cual había trabajado el Maestro. Varias decenas de sus autorretratos, pintados, dibujados, grabados, habían salido de sus manos y hasta encontrado compradores en el mercado y espacios en las paredes de las casas burguesas de Ámsterdam, a donde habían llegado casi siempre no por ser bellas representaciones, sino apenas por haber sido consideradas por algunos compradores osados como un valor seguro: lo mismo que el oro o los diamantes, igual que todo lo salido de las manos de aquel hombre antes de que su prestigio se viera afectado por la pieza del gran salón de Kloveniers. La búsqueda de expresiones, sentimientos, estados de ánimo fingidos o reales, tal vez habían hecho que el Maestro se tomase como modelo ideal y, por supuesto, siempre disponible; quizás la búsqueda de soluciones visuales útiles para ser aplicados en los otros muchos retratos que había realizado (con reconocida habilidad), constituía otra causa de aquella insistencia. Pero, sobre todo, pensaba Elías luego de oír comentarios al respecto de los discípulos y aprendices, y de conversar sobre aquella obsesión con su profesor ben Israel, al parecer el Maestro encontraba en sus rasgos, no demasiado nobles, por cierto (su nariz roma, los rizos rebeldes y libres –cadenettes, como le llamaban los holandeses, utilizando el vocablo de los franceses–, la boca expresiva aunque dura, con los dientes cada vez más oscurecidos por las caries, y la profundidad siempre alerta de su mirada), un reflejo de una vida bien conocida, de cuyas victorias y derrotas, ganancias y pérdidas, felicidades y desastres quería o pretendía dejar testimonio vivo, con la certeza (como alguna vez, tiempo después, le dijera a Elías Ambrosius) de que un hombre es un momento en el tiempo, y la vida de un humano la consecuencia de muchos momentos a lo largo del tiempo, más o menos dilatado, que le tocaría vivir. Un rostro no como representación, sino como resultado: el hombre que es como emanación del hombre que ha sido.

Por todos era conocida aquella habilidad tan singular del Maestro, su capacidad para leer conciencias y reflejarlas en la densidad de una mirada, que luego rodeaba con unos pocos atributos significativos. En la ciudad se contaba cómo varios años atrás, apenas llegado a la metrópoli desde su natal y más conservadora Leiden, las aptitudes del joven recibieron una prueba escandalosamente definitoria: el muy rico comerciante Nicolaes Ruts, el rey del negocio de pieles, vendedor casi exclusivo de las martas siberianas –más caras que el oro, más incluso que los bulbos de tulipanes de cinco colores–, quería un retrato hecho por aquel “muchacho” de quien tanto se hablaba y al cual hasta se consideraba como la nueva promesa de la pintura del norte. Ese debut en el círculo de los poderosos, que Dios y el ya visible talento del joven pintor pusieron en su camino, resultó tan espectacular como para dejar boquiabiertos a los comerciantes de arte y entendidos de la ciudad. Porque el retrato de Ruts constituía, a pesar de los pocos medios utilizados, la mejor representación posible del hombre de negocios, poderoso, seguro de sí mismo, pero ajeno por ideología y fe a los cantos de la ostentación. Si el Nicolaes Ruts retratado se cubría con una piel de marta dibujada pelo a pelo, como jamás había sido dibujada una piel de marta, en una apropiación capaz de realizar el acto mágico de trasmitir a través de la contemplación la suavidad y el calor que la pelliza ofrecería al tacto, era porque no había nadie mejor que Nicolaes Ruts para llevar una de aquellas piezas. De ahí la mirada segura y tranquila con la cual el hombre, abrigado por la codiciada piel, miraba a los espectadores que, alguna vez, habían tenido la fortuna de ver el lienzo. Y quienes lo habían visto fueron los otros ricos de Ámsterdam que se codeaban con Ruts y vestían sus costosos capotes, aquellos opulentos que se encargarían de convertir el retrato en una leyenda y en la obra capaz de propiciar que durante diez años esos mismos ricos de Ámsterdam solicitaran el arte del joven Maestro para hacerse inmortalizar del modo que en la ciudad se estableció como el mejor de los posibles.

Unos minutos después de recibida la orden de quedarse en el estudio, Elías Ambrosius tuvo la increíble satisfacción de poder observar cómo el Maestro, luego de una detenida contemplación, tomaba un pincel fino y, sin dejar de mirarse en uno de los espejos, comenzaba a trabajar en lo que serían los ojos. “Si eres capaz de pintarte a ti mismo y poner en tus ojos la expresión que deseas, eres pintor”, habló al fin, sin dejar de mover el pincel, sin desviar la mirada de la labor. “El resto es teatro… manchas de colores, una al lado de la otra… Pero la pintura es mucho más, muchacho… O debe serlo… La más reveladora de todas las historias humanas es la que está descrita en el rostro de un hombre… Dime, ¿qué estoy viendo?” preguntó, y ante el mutismo del pretendiente a aprendiz, se respondió a sí mismo. “Un hombre que envejece, que ha sufrido demasiadas pérdidas y aspira a una libertad que una y otra vez se le escapa de las manos, aunque no va a rendirse sin dar pelea…”. Solo entonces el Maestro se movió, para acomodar mejor sus nalgas. “Mira bien. Aquí, junto a la cara, hacia el lado del espectador, es donde debes poner el punto luminoso. De esa manera evitas un contorno demasiado nítido de la otra mejilla. Con ello logras romper la atención de la cara como una unidad. Lo que importan son las facciones, en especial los ojos, donde debes encontrar el espíritu y el carácter. A partir de…”. El Maestro interrumpió su monólogo porque trabajaba ahora con gris y siena buscando la forma del párpado, más bien grueso, quizás un poco caído.

Tomado de La Ventana 

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