Dar de comer a los gorriones

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Para los antiguos marineros era una verdadera alegría encontrar gorriones cuando navegaban de regreso a algún lugar, eso quería decir que la tierra estaba cerca. Avistar un gorrión era la señal indicada para respirar con alivio porque regresaban a casa sanos y salvos.

Me gustan esos pajaritos vocingleros y sin pedigrí.  Me gustan las secretas alianzas que hacen unos con otros. Me gustan que estén en las ciudades, en las esquinas de las cornisas, en cualquier agujero caliente donde puedan armar un nido y proteger a sus crías del frío y el viento.

Me gustan los sinónimos de su existencia: hogar, seguridad, confianza, cuidar unos de otros.

Me gustan las alarmas que provocan su desaparición en algunos lugares por la creciente contaminación electromagnética. Es como la alarma que me suena dentro cuando el excesivo trabajo, el excesivo mirarnos el ombligo, el excesivo aquilatar inutilidades  me deja sin la gente que es mi hogar, mi madero.

A veces no tenemos mucho tiempo para cuidar de nosotros mismos, muchas veces ni siquiera sospechamos cómo debemos hacerlo, entonces más arduo es encontrar el modo de cuidar de los demás. Pero ahí está la clave:  parir intentos, dejarse el alma, hacerlo constar.

Entonces, dar de comer a los gorriones  es la metáfora de este martes, el deseo que me impulsa la sangre, la apuesta contra el gris y el silencio de los teléfonos.

 

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